Por Alejandro Ordóñez
…Escalaron escarpados riscos sin protección y sin más equipo que la fuerza de sus brazos y de sus piernas. Fue así -siguiendo una pista- como llegaron a los alejados rumbos de las siete Lagunas de la Esmeralda, famosas porque según la leyenda maya, los antiguos vaciaron en sus aguas gemas de gran valor cuyos destellos tiñen las aguas con verdes tonalidades que cambian según las horas del día y las estaciones del año, piedras que permitirán, a quien las encuentre, convertirse en gran señor, poderoso y eterno, pues otorgan la inmortalidad, lo que provocó que en el siglo pasado decenas de gambusinos se trasladaran a la región, con la esperanza de volverse ricos, famosos e inmortales, sólo para encontrar la muerte, extraviados en la selva, ahogados en las traicioneras aguas o flechados, como si fueran fieras, por los aborígenes del lugar, descendientes de los mayas que aún hoy pescan y cazan con sus temibles armas: el arco y la flecha. Hombres salvajes y violentos que para mayor pesar fueron envilecidos con el alcohol que les daban los blancos, con la esperanza de ser guiados al sitio donde se encuentran las piedras preciosas. Acostumbrados a apropiarse de lo que les guste, sin importar que tenga dueño.
Especialmente si se trata de una mujer, pues sus costumbres les permiten tener todas las que deseen y si la hembra es joven son capaces de matar al padre, a los hermanos o al esposo, con tal de quitársela; sobre todo si están bajo los efectos del alcohol o de sustancias alucinógenas que extraen de hongos y cactus que crecen en la zona, así que no dejaba de resultar peligroso internarse por aquellos territorios, especialmente porque iban acompañados de dos jóvenes hermosas, razón por la que se limitaron a ver desde lejos las aguas de las lagunas, ahora verdes claras como las aquamarinas; de pronto intensas y brillantes como las esmeraldas de Cartagena de Indias.
Llegaron al Peñón de Orenze y Peñaloza, célebre por la tragedia que ocurrió a principios del siglo pasado, cuando cobraba auge la aviación y los pilotos buscaban realizar hazañas para derrumbar las proezas que entonces eran mitos. Aconteció que dos españoles apellidados: De Orenze y Peñaloza, decidieron cruzar Las Américas para establecer un correo aéreo que hiciera realidad el sueño de Bolívar, al menos en lo que a la correspondencia se refería: Facilitar la unión de Las Américas en una gran república, mediante el establecimiento de ágiles vías de comunicación.
Compraron un viejo monoplano al que quitaron lo superfluo, le colocaron tanques adicionales de gasolina para cruzar la ingente distancia, anunciaron a los cuatro vientos la proeza que estaban seguros de realizar, dieron entrevistas a los diarios de la región y lograron que en la lejana España se interesasen por esa segunda versión de la conquista. Hicieron correr la voz de que antes de levantar el vuelo firmarían autógrafos. Dicen las malas lenguas que eso les costó la vida, pues por estampar sus firmas en los reportajes de los diarios que hablaban de ellos, y por posar para los daguerrotipos con sus botas, guantes y chamarras de cuero; bufandas, gafas y cascos de aviador -con orejeras- se les fueron las preciadas horas de luz. Por eso cuando vinieron a ver -en pleno vuelo-, la noche subía frente a ellos por entre montañas y selvas, fue así como perdieron el rumbo y no vieron el alto cerro coronado con una enorme peña que los aguardaba para inmortalizar sus nombres. La explosión y el incendio que siguieron fueron escuchados y vistos a muchas leguas de ahí, lo que provocó incontables peregrinaciones de los campesinos de los pueblos de la comarca, que no conformes con ver la enorme zona que quedó pelona -hasta la fecha no crece árbol o planta alguna en un radio de cien metros a la redonda-, se llevaron de recuerdo tornillos, tuercas y hasta fragmentos de fuselaje del avión; hubo algunos que tuvieron en su casa trozos de hélice o fragmentos de aluminio donde se podía leer -inconcluso- el nombre de la nave: De Orenz… No obstante las nulas posibilidades que tuvieron los pilotos de sobrevivir, varios años después el embajador de España organizó una expedición para ir a rescatar a sus paisanos, pues aseguró tener noticia cierta de que vivían y moraban entre los habitantes de aquellas serranías, quienes no les permitirían volver a la civilización hasta que les enseñaran sus técnicas de vuelo.
El embajador español llegó hasta los caseríos vecinos, acompañado por efectivos del ejército nacional, quienes a culatazos fueron tirando las puertas de cada jacal y al buscar entre las pertenencias de los moradores encontraron la enorme chamarra de cuero que de seguro perteneció a De Orenze, pues era de naturaleza más bien fornida, así como su casco, sus gafas y, cosa extraña, un daguerrotipo que lo mostraba sonriente, entre lianas y ramas de frondosos árboles, de las que colgaba un simio. Siguieron la operación de rescate y al final de aquel primer día el recuento arrojó: doce chamarras talla grande, diez de tamaño mediano y once de talla chica. Treinta daguerrotipos en los que aparecían De Orenze y Peñaloza abrazados, varios en los que de Orenze estaba sólo y otros en los que Peñaloza sonreía a la cámara.
El embajador -sin dejar de rascarse la cabeza- se preguntaba cuántos De Orenze y Peñaloza podrían caber en un monoplano. Más descontrolado quedó aún cuando a la luz del sol comparó los daguerrotipos de sus paisanos, y francamente atónito al observar a un de Orenze greñudo, otro bigotón, uno gordo y otro flaco, uno chaparrón y otro larguirucho, todos prietos y lampiños, como si fueran De Orenzes autóctonos (digamos mayas). Con mayor pesar comprobó que lo mismo ocurría con los daguerrotipos de Peñaloza. También se sintió decepcionado cuando vio que los niños de la región usaban gorros de piel iguales a los cascos de aviador de sus paisanos, pues tenían -inclusive- unos delgados listones que permitían amarrar las orejeras, por encima de la cabeza, cuando arreciaba la canícula. Intentó decomisar algunos, pero las madres se le fueron encima hechas unos basiliscos, sin importarles la presencia de los guardias armados.
Como era de esperar, llegaron a los jacales en los que se guardaban pedazos de hélice y un fragmento de aluminio con el nombre de la nave, pero al tratar de decomisarlos, el abuelo que presidía el consejo de ancianos les informó que lo anterior no era posible, pues de acuerdo con los usos y costumbres que habían heredado de los tatas de sus tatas, dichos bienes constituían lo que los primeros moradores de la tierra llamaron “bienes mostrencos”, y por haberlos encontrado libres en la naturaleza pertenecían a sus actuales poseedores. El embajador, que había estudiado en la península el bachillerato para jurisconsulto, no supo qué contestar, pues el concepto no le era desconocido; así, se retiró con las chamarras, las gafas, los cascos y los daguerrotipos que había decomisado, mismos que envió a la madre patria para su estudio y posterior exhibición en los museos peninsulares. No obstante, en represalia y con el propósito de desprestigiar a los lugareños, hizo circular el rumor de que sus paisanos habían sido asesinados por la indiada, para quedarse con sus pertenencias y porque se resistieron a enseñarles sus técnicas de vuelo.
*Fragmento de novela del autor, Alejandro Ordóñez.