Por: Griselda Lira “La Tirana”

Abelardo González era un hombre solitario de 67 años cuando conoció a Viviana, a quien en el pueblo la nombraban la malquerida, todos hablaban a sus espaldas y nadie se atrevía a dirigirle la palabra porque era la amante del Gobernador. La gente no sabía la razón por la cual aquella mujer había aceptado ser parte de la vida de Genaro Cruz Arteaga, un advenedizo en la política del estado, un ignorante sin escrúpulos; siendo una mujer culta, de modales refinados que proyectaba un halo misterioso de silencios prolongados y ojos como pozos oscuros de aguas estancadas, un pase directo al infierno para los que no conocen la muerte en vida o la guarida gélida de su rancho en Zacatecas.

Viviana había sido educada en los mejores colegios de monjas debido a que Lucila la adoptó como su hija después de que sus padres murieron en un accidente. La ingeniera americana le heredó todos sus bienes, por lo que a Viviana no le interesaba el poder de Cruz Arteaga, no lo necesitaba. ¿Qué buscaba la malquerida con esa relación tan incompatible? Precisamente ese era el enigma.

Una mañana, Abelardo la observó a distancia, y ella, de reojo, vio que aquel hombre desconocido, montado sobre un palomino se acercaba sigilosamente. Pasó de largo, Abelardo era un viejo astuto, sabía que Viviana no era bien vista por los habitantes del pueblo, había algo en aquella mujer que le penetraba el alma y su escuálida presencia le recordaba a su madre. Viviana lo siguió con la mirada hasta que el polvo lo hizo invisible, pidió que le ensillaran al alazán y salió a todo galope por el camino corto; y así, toparse frente a frente con Abelardo. El encuentro no fue espontáneo y agradable, Viviana tuvo que detenerse ante la presencia sorpresiva de Cruz Arteaga hablando con González; ambos la observaron sin decir una palabra y ella bajó del caballo para disimular su ansiedad.

La mirada de Abelardo era serena, limpia y llena de paz, el arquitecto era respetado por su generosidad y su amor por el pueblo que lo acogió como habitante honorable; Genaro le pidió que si podía acompañar a su mujer de regreso a la finca. Abelardo accedió y sin recato, directo al grano en su plática, Viviana le dijo,
– Lo he buscado por todos lados en San Luis Potosí. Lucila le manda este escapulario de su madre y esta carta de Ana María; la joven que usted abandonó en Aguascalientes después de la violación en el convento. El pueblo la hizo, con sus bocas sucias, una prostituta, la difamaron hasta que destruyeron su imagen; al igual que yo, ambas elegimos ser las indomables cortesanas, las dueñas del burdel al que asisten hombres respetables como usted. Soy la amante del Gobernador porque solo así tengo la protección legal, la honra que ustedes, los hombres buenos venden, no me interesa, esa la dejo para la sociedad y sus ínfulas de respeto.

González no respondió nada, sin embargo, supo que la presencia de la malquerida significaba que ya se había acabado el tiempo de fingir; la llevó hasta el lugar adonde tenía escondidas las armas para el golpe que darían al gobierno, pero él, tenía oculto un mejor plan, seguir fingiendo a costa de todos; el agua clara de sus ojos cristalinos eran las lágrimas estancadas y el dolor que nunca terminó cuando de niño todos se burlaban de su madre violada por un capataz y él, impotente sin poder defenderla; observarse deglutido por la mirada de la malquerida lo hizo perder el sentido y de pronto, aquel hombre recio se sintió desfallecer y se puso a llorar como un niño.

– Viviana, fui yo quien les robó la inocencia a todas esas mujeres, incluyéndote, fui yo, no merezco el perdón. No merezco tu corazón, ni tu compasión conmigo Viviana.
– A cómo es pendejo arquitecto González, y qué cree que yo le voy a creer su teatrito, no, sus lágrimas de agua clara solo sirven para recordarme a qué vine. Mi general le manda decir que ya se puede ir entregando porque las armas están seguras en Zacatecas.

Abelardo no creyó y abrió el troje para confirmar el dicho. Efectivamente, las armas ya no estaban ahí, las armas las había confiscado el Gobernador, de todos modos, eran armas para un propósito corrupto y Cruz Arteaga las vendió sin saber nada, el lugarteniente de Viviana las compró. La malquerida y sus ojos de muerte tan solo fueron la carnada para un hombre como Abelardo, que piensa que todas las mujeres fueron y serán putas por los siglos de los siglos, amén.