Por: Mónica Teresa Müller
Él había decidido dejar todo. Kilómetros por medio se desentrañaría su historia y sabía que darle fin con la distancia, sería provechoso. No era menor guardar las apariencias y eso, lo había hartado. Se preguntaba qué mal había hecho para tener que esconder su amor como si fuera un delincuente.
Desde la Fiesta de Egresados de la escuela secundaria, Carlo se había dado cuenta que Teo no era un compañero más. El mutuo abrazo fue el detonante. A partir de ese momento su relación pasó a ser diaria.
La gente del pueblo los veía caminar en franca camaradería, pero Carlo no pensaba ni sentía así: Teo era todo para él y tácitamente suponía que lo mismo le pasaba a su amigo.
Salían a menudo y regresaban de madrugada; dormían juntos en una u otra casa. Cuando Carlo rozaba la piel de su amigo sentía que lo deseaba con una mezcla de ternura y desconcierto. Poco a poco la necesidad de sentirlo como una pertenencia conturbaba al muchacho que no dejaba solo a su compañero ni un segundo; sus sueños se remitían a encuentros íntimos donde se veía plasmado el amor recíproco.
Los meses trancurrieron ante la indecisión de Teo, a pesar de las demostraciones de Carlo. Todo lo que deseaba era satisfecho por su amigo, pero el sexo se mantenía perdido en la indiferencia.
En vísperas de San Juan, los grupos de jóvenes tenían organizada la reunión anual de fogatas en la playa del Poniente. Se decía que lo pedido ante aquellas iba a ser concedido.
Lo tenía decidido: abrazaría a Teo frente a la fogata y allí le diría que lo amaba.
En la mañana de San Juan, Carlo despertó sobresaltado. Llamó a su amigo para recordarle el encuentro nocturno, aquél le dijo que ya le había contestado que sí y que a las diez de la noche se encontrarían.
Las horas de la tarde parecieron multiplicarse ¿ Acaso fueran los labios de Teo los que le dirían palabras de amor y sus manos le reglarían las caricias reprimidas y serían auténticos?
La noche llegó y salió de la casa rumbo a la playa. Caminó por la costa. La muchedumbre iba en su misma dirección con la finalidad de encontrarse cada uno con su grupo.
Los troncos de las fogatas chispeaban sobre la arena. La orquesta de sonidos naturales ofrecía una melodía en la que todo ruido quedaba incorporado: el ulular del viento, el del oleaje derrotado sobre la playa, el brinco de las gotas sobre las rocas del murallón, el fuego devorando al aire agazapado; el golpe de las botellas al chocar con los vasos, las risas, las voces y hasta los alientos cargados de alcohol.
Carlo se sentía impaciente. El viento soplaba, las lenguas de fuego se movían en todas direcciones y dificultaban ver con claridad.
Lo distinguió junto al chiringuito. Los destellos de las fogatas iluminaban su rostro, se notaba que estaba conversando con alguien oculto en la sombra del kiosco. Carlo se detuvo justo cuando su amigo, el impostor, besaba en la boca al hombre vestido de negro.