Por: Mónica Teresa Müller

La humedad era molesta y hasta le modificó el humor. Caminó como si el peso del cuerpo de sus cuarenta años, se hubiera multiplicado. Al llegar a una remisería, pidió un auto
El saco a rayas en dos tonos de azul, la falda recta y el pelo atado en alto con reflejos dorados, resaltaban la figura de Ana.

Estaba irritada. Las actitudes de su esposo, desde hacía tiempo, la exasperaban. “Fuma y come”- pensó- “menos mal que se ilustra leyendo”. Quedarse sin trabajo a los cuarenta y nueve años, era un dilema. Comprendía a su marido como lo había hecho en EEUU, cuando la depresión posterior al nacimiento y muerte del hijo concebido por inseminación artificial, los había devastado. Ella cargaba con más, pero Bruno fingía no darse cuenta.

Por las noches regresaba agotada y encontraba un hombre distante; el olor a tabaco, las sobras en la cocina, la ceniza en el piso, aumentaban su descontento. La actitud de él le hacía presuponer que sospechaba, pero no diría nada. La resistencia a reconocer su problema, persistía.

Descendió del remis, caminó por la calle Tucumán y entró al hotel. Ser encargada del bar, no era la meta de su vida aunque no le desagradaba. El conocimiento de idiomas le había facilitado ocupar la vacante y lograr un importante sueldo. Por supuesto, a Bruno no le agradaba el cambio de roles.

El salón principal estaba atestado de pasajeros. Los partidos del Mundial de fútbol, habían alterado todos los horarios. Desde su lugar, a un lado del salón, podía ver a Carlos trabajar. “Qué bien viste”, pensó. El puesto de gerente de relaciones públicas lo obligaba a ello, al que sumaba su buen gusto. Era un tipo que se desenvolvía con acierto. Llevaba una vida tranquila y desahogada en lo financiero. Le gustaba el dinero y para lograrlo, aceptaba cualquier negocio. Ana tuvo presente esa inclinación para proponerle un acuerdo.

La música de fondo la trasladó a ese otro lugar en el que había concretado, meses atrás, el segundo sueño de su vida. Carlos se aproximó a la barra, le dijo algo al oído y señaló una figura que se acercaba al bar. Ana le sonrió con picardía, él se alejó con un sutil movimiento de caderas. “Se le nota”, masculló ella- “pero que importa, es cumplidor”.

Esa noche, le tendría que contar a Bruno, todo. Dudó y se preguntó: ¿para qué?, si igual que la otra vez, no se iba a dar por enterado ni de sus salidas y ausencias.

Recordó que debía regresar a la biblioteca el libro de Guy Des Cars. Le corrió un escalofrío. El argumento estaba conectado con lo ocurrido en EEUU; lo de Buenos Aires había sido diferente. Bruno y Carlos eran distintos en lo físico, pero igual de idiotas: uno por no aceptar su infertilidad y no buscar soluciones; el otro, por vender lo suyo, sin reparos.

El día de trabajo llegó a su fin. Ana se dirigió al vestidor, de la gaveta sacó el libro “El Donante”, y lo dejó caer en el fondo del bolso. Se acarició el vientre y salió.