El décimo mes del calendario romano, diciembre, era en cuanto a festividades el más espectacular y animado de todo el año. En este mes se conmemoraba la idílica edad de oro en la que Saturno reinaba sobre el resto de las divinidades. También era el mes en el que se producía el solsticio de invierno, fecha señalada como el nacimiento de los dioses solares.

Desde las Calendas (día 1) hasta los Idus (día 13) sólo cabe destacar las segundas Faunales (el día 5) en conmemoración al dios Fauno y el Agonal, ritual que consistía en sacrificar un carnero al dios Sol (el día 11). Ese mismo día se celebraba sólo en la Urbe el Septimontio, las siete colinas, una festividad menor de los poblados latinos que formaron la arcaica Roma.

El día 15 se celebraba las segundas Ludii Consuales, en honor al dios de los silos, Conso. El rito principal consistía en celebrar carreras de mulos, similares al “Tiro y Arrastre” que aún se practica en algunas localidades rurales de la Comunidad Valenciana.

El gran momento del mes, diría que hasta del año, llegaba el día 17. Era el día en el que comenzaban las Saturnalias, las grandes fiestas en honor a Saturno. Fue una festividad tan apreciada por la civilización romana que, ante la imposibilidad de concentrar tanta actividad en un solo día, se tuvieron que prolongar los festejos hasta el día 23.

Muy probablemente, las Saturnalia tengan su origen en el fin de las labores agrícolas, cuando los campos se preparan para el invierno y las tareas de campesinos y esclavos se ralentizan. Recordemos que la sociedad de la antigua Roma era eminentemente agraria.

Como serían de importantes estas festividades para que las escuelas cerrasen, algunas conductas frívolas femeninas y masculinas estuviesen bien vistas, se pudiese jugar a los dados en público, se invirtiesen los papeles entre amos y esclavos, corriese el vino a raudales y todos los miembros de la familia recibiesen un regalo, fuera cual fuese su condición. Además, todos los esclavos recibían de sus amos una generosa paga extra en moneda o vino.

Desde el día 17 al 23 se sucedían los banquetes y las procesiones desenfrenadas (que fueron el embrión para los futuros carnavales). Los plebeyos y esclavos se erigían en jueces, y los patricios en siervos.

Se realizaba la elección del “Rey de las Burlas” y, por fin, después de tantos días de júbilo, llegaba el solsticio de invierno, consagrado a Jano, el dios de los principios, fecha considerada en la antigüedad como la Puerta de los Dioses.

Esta cadena de conmemoraciones concluía el día 25. En Asia se conocía esta fecha como el “Día del Sol Invicto”. Fue una festividad menor hasta que el emperador Aureliano, en el año 274, se valió de ella para relanzar el damnificado culto imperial, proclamándose representante de la “luz divina”.

Curiosamente, Mithra, el dios persa del cielo y la luz que adoptó como suyo medio ejército romano, nació este mismo día, como también lo hizo el príncipe Siddhartha (más conocido para nosotros como Buda) y también el dios Dionisos. ¿A qué se debe esta “casualidad”?

Como casi todo, tiene una explicación: en el año 325 tuvo lugar el Concilio de Nicea (hoy Iznik, Turquía), la primera reunión eclesiástica cristiana posterior a la gran persecución de Diocleciano convocada por el emperador Constantino para ordenar las corrientes religiosas que convulsionaban la nueva fe recién tolerada.

Fue en este concilio donde los obispos allí congregados decidieron colocar el impreciso nacimiento de Jesús en esta fecha del 25 de diciembre, despachándose de paso con este movimiento al molesto Mithra y a la encarnación imperial de la “Luz Divina”.

El día 26 se celebraba una festividad de origen heleno, el Háloa. Estaba dedicada la fertilidad, representada por Ceres, y sólo participaban en ella mujeres, las cuales se desinhibían en una pícara procesión ostentando símbolos fálicos y actitudes lésbicas.

El día 31 era la víspera de las Strenas. Hogueras enormes y bullicio callejero acompasaban la última noche del año.