Por: Mónica Teresa Müller

No había dormido tranquilo. Quizá aquel febrero fuera más caluroso que los anteriores y mis pecados ponían su cuota para que padeciera de insomnio.
Me levanté sin llegar a recordar qué había sucedido durante el sueño; sentí angustia y deseos de llorar.

Salí del dormitorio y fui a la cocina. El sol aún gozaba en abrazar los cuerpos de los habitantes de otras tierras. Con la luz de una luna emigrante y con la intención de no espabilarme en demasía, no encendí la lámpara eléctrica. Preferí beber un café doble y me senté frente a la mesa de madera con la tapa forrada por un hule que dejó ver los quiebres de su edad.

No sabía qué hacer porque también durante los setenta existían las dudas generacionales. Tenía tantas problemáticas que no atiné a pensar, aunque fuera, en resolver una con coherencia. El zumbido que suele acompañar al silencio durante los desvelos, hizo estragos con mi paciencia.

Al primer café le sumé no recuerdo cuántos, pero la cafetera de medio litro tocó fondo.
En la casa todos dormían. Sentí que necesitaba aire natural. Salí al patio. Cerré con cuidado la doble puerta de hierro, las de aquellas casas de los primeros años del mil novecientos, con vidrios gruesos, englobados y de colores, y me senté en el banco de madera que estaba bajo la galería.

Respiré profundo. Debía encontrar la solución aunque fuera para un problema. No tenía sueño, en mi cabeza alguien tocaba un bombo. El silencio había huido, se confundían las frenadas de los autos y los bocinazos de los apurados. Odié vivir cerca de una ciudad.

Me salvó el aroma de las damas de noche que purificó mis pensamientos e ingresó turístico por mis fosas nasales. Alguna lechuza voló hacia las palmeras de las quintas al tiempo que yo les hacía los cuernos…por las dudas.

Oí el sonido del despertador de mi prima. Seguro eran las seis. Me incorporé y con el cuidado que había salido al patio, ingresé a la casa.

En el largo corredor interno de la vivienda, pude ver la luz del velador. No tenía ganas de dar explicaciones por mi desvelo entonces, en puntas de pie, llegué a mi dormitorio.

Encendí la lámpara de la mesa de luz y me senté en el borde de la cama. Sobre mi derecha, un espejo oval me dijo que tenía una cara impresentable. Qué iba a hacer cuando comenzara el día, era la pregunta del millón. Nada había solucionado. Era incapaz de afrontar situaciones y más en resolver conflictos.

No me causó gracia haber pasado una noche en vela, saber que la había desaprovechado seguro por cobardía, capaz por indiferencia.

No me quedaba a mano otro pensamiento oportuno. Quizá no debí desmerecerme por lo poco eficiente.

Me quité el calzado y acomodé mi cuerpo en la cama. El sol ya se había instalado con sus reflejos sobre los muebles del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana para encontrar las soluciones en el sueño. No recuerdo si desperté.