Por: Mónica Teresa Müller
Cuando la conocí no tuve en cuenta que a partir de ese día, sería mi compañera por un espacio de tiempo incierto. Pude comprobar que mi presencia le era necesaria; no demostraba sorpresa, pero me recibía con su pasivo aspecto.
En casa, mis hermanos ignoraban sobre aquél acercamiento; sé que si lo hubiera confesado no me hubiesen considerado cuerda.
Los silencios de Ara, como la había bautizado, no eran incómodos porque yo sabía de su trabajo constante. Todas las mañanas me dedicaba el minuto de compañía que mi soledad necesitaba y que solamente ella era capaz de entender.
Me prestaba atención con la fineza y sensibilidad de su entorno, y con la capacidad de detectar mi desesperado deseo de ser oída, aunque tan solo fuera mediante el movimiento de las partículas de aire, de su vibración, de sus ondas sonoras así, yo comprobaba que no hablaba en vano. Ara estaba presente.
Mis dos hermanos decidieron alquilar un departamento y dejar que yo viviera en la casa materna. No bien se fueron actuaron como si no me conocieran, brillaron por su ausencia a pesar de los mensajes que a diario les dejaba.
Ara era mi compañera, la confidente que solo hablaba de forma tremendamente rudimentaria, sin sintaxis ni voz.No era inteligente, decían que carecía de cerebro, pero para mí su incondicional presencia era un regalo del cielo.
Cuando formó pareja no me abandonó. Se celaban mutuamente y con el tiempo me enteré de cosas que me dejaron con la boca más que abierta.
La casa era grande: tres habitaciones, comedor, cocina y baño; un patio, jardín al fondo con plantas que pintaban con sus distintos tonos de verdes más los variados colores de las flores, aquél espacio insustituible. Todas las tardes no bien regresaba de la oficina me sentaba afuera junto a la puerta de la cocina y observaba a mi confidente amiga. En aquella etapa, Ara tenía hijitos que recorrían toda la casa, pero ella siempre firme con su trabajo. A veces tejía con finura y dedicación sin dejar de atender otras tareas.
Nos retirábamos a dormir temprano. Creo que la rutina acondicionó nuestras vidas. Durante muchos atardeceres permanecíamos en quietud, observándonos. Yo no encontraba palabras para describir por qué me había inclinado a elegir la compañía de Ara y sentirla indispensable en mi vida. Construí una línea de tiempo para descubrir, qué hechicería me había guiado para decir que Ara era mi amiga y confidente. Ella no podía blanquear lo que sentía, en el caso que sintiera; quizá mientras dormía soñara con la realidad.
Habían transcurrido cuatro años.
— Su, hay que pintar la casa – comentó el menor de mis hermanos e intuí la venta.
— Sí, pero no tengo money y la pintura es cara – contesté.
— No te preocupes- dijo el mayor.
Saqué las vacaciones y fui con una amiga que me había invitado a su casa en la costa. Cuando regresé, la vivienda se veía impecable. El miedo me instó correr hasta la cocina, al mirar el machimbre con el que se había bajado el techo, lloré; las telas tejidas por Ara habían desaparecido.