Por: Alejandro Ordóñez

Para Georgina Obregón
Conocí al señor Howard durante una investigación arqueológica realizada en las inmediaciones de la Via Appia, conocida entonces como la reina de las calzadas romanas, pues comunicaba a la antigua ciudad con el puerto de Brindisi y a decir de Tito Livio era el símbolo de la república. Era el señor Howard un millonario excéntrico, su placer consistía en financiar y participar en expediciones cuyo objetivo era aportar nuevos descubrimientos históricos y a la vez acrecentar los acervos de los museos de Londres y el suyo en particular, por eso cuando me buscó imaginé que traería algo entre manos. En un bazar de Toledo, España -dijo- compré un documento cuya autenticidad me provocaba dudas; sin embargo, al hacer la prueba del carbono catorce resultó ser un códice azteca genuino que data del siglo dieciséis, tal vez poco después de consumada la Conquista.

Extendió sobre la mesa aquel rollo de papel amate. Fui de sorpresa en sorpresa, los pictogramas empezaban con una escena en la que le queman los pies al huey tlatoani Cuauhtémoc, para que confiese dónde tiene escondido el tesoro de Moctezuma. En el siguiente cuadro se observa a varios señores y sacerdotes cargando huacales de donde asoman piezas de oro y piedras preciosas. En subsecuentes escenas se ve a esa pequeña comitiva internarse en una zona donde abundan ríos y animales salvajes, entre ellos los feroces jaguares, serpientes y caimanes, sin olvidar a los terribles mosquitos; imposible localizar la ruta pues los mapas carecen de escala y orientación geográfica. En una de ellas se observa un río anchísimo, supuse sería el Grijalba, al dar nueva vuelta al rollo -para mi felicidad-, se desveló un pictograma en donde aparecen dos hombres colgados de esbeltos árboles, quizá ceibas. Esos dos personajes, razoné, deben ser Cuauhtémoc y el señor de Tacuba. Creció mi optimismo, habíamos dado con una pista valiosa, aunque el enigma distaba de resolverse, habríamos de explorar cientos de hectáreas de terreno inexpugnable.

Acudí a mis fuentes históricas: Cortés afirma que la ejecución ocurrió en las inmediaciones de Itzamkanac; Bernal Díaz del Castillo cita que fue en un poblado enclavado más adelante, llamado Chimalpahin y Fernando de Alba Ixtlilxóchitl, en Teotilac, a dos jornadas de ahí, pero todos coinciden en ubicarla en la región de Acalan. El mapa siguió sin aportar mayores referencias, hasta llegar a una zona cruzada por ríos y lagunas, en medio de la cual aparecen tres cerros pelones, y en el del centro la entrada a una gruta. Por desgracia el códice estaba desgarrado, terminaba ahí, y por ello no fue posible encontrar otras referencias; sin embargo, consideramos que el viaje de esa comitiva azteca bien pudo terminar ahí.

Conocidas -grosso modo- nuestras coordenadas, viajamos a Chetumal y rentamos una avioneta para sobrevolar el perímetro de un círculo de unos cien kilómetros, establecido como marco de referencia. El señor Howard brincaba de gusto. Estamos a punto de dar con el tesoro de Cuauhtémoc, afirmaba, no me extrañaría que durante la batalla de la Noche Triste, mientras Cortés huía por la Calzada de Tlacopan, Cuauhtémoc haya ordenado a un grupo de valerosos guerreros y sacerdotes, esconder ese tesoro en un sitio inaccesible para los teules, así que siguiendo instrucciones se alejaron más allá del territorio mexica. Años después, ya caída Tenochtitlan, alguno de los miembros de esa expedición decidió dejar constancia, para la posteridad, del sitio donde está escondido el tesoro del huey tlatoani Cuauhtémoc.

Dado que la búsqueda de esos tesoros suele despertar la codicia y los más bajos instintos humanos, decidimos integrar la expedición con un mínimo de personas; iría, por supuesto, el señor Howard, que a pesar de sus sesenta años se mantenía vigoroso y saludable; nos acompañaría su joven esposa, una mujer de unos treinta años y un atlético y apuesto hombre de unos cuarenta, que a decir del señor Howard era experto explorador, capaz de orientarse en cualquier sitio y de quien dependeríamos para entrar y más que nada para salir de esa desconocida selva; según contaban, habían recorrido juntos el Amazonas, la jungla de Vietnam y el inhóspito desierto del Sahara, por decir lo menos. Rentamos una avioneta y en las siguientes semanas sobrevolamos a baja altura aquella interminable mancha verde -cruzada por ríos y aguajes-, sin informar al piloto la razón de nuestro empeño. Por fin, una tarde, el guía hizo una seña al señor Howard, quien orientó los binoculares hacia el punto señalado y sonrió discretamente. Yo supuse que el experto traería algún sofisticado aparato que le permitiría fijar la posición exacta del sitio, pero me equivoqué. Simplemente orientó su brújula e hizo algunas anotaciones en unas arrugadas hojas blancas y siguió conversando. Rentamos un vehículo de doble tracción que nos llevó al poblado más adentrado de esa selva e iniciamos la caminata. El explorador insistía en contratar algunos hombres para que cargaran el equipaje, pero el señor Howard y yo nos negamos por los peligros que ello podría entrañar. A decir de nuestro guía, los cerros debían| encontrarse a unos treinta kilómetros de nuestra posición, distancia considerable pues no había caminos ni veredas y tendríamos que avanzar a golpe de machete. Orientó el buen hombre su brújula y dio inicio la peripecia.

Caminamos días enteros, bajo un calor y humedad abrumadores, al atardecer nos atacaban nubes de mosquitos y no había repelente capaz de detenerlos, por las noches se escuchaba el rugir del jaguar y el ruido de la hojarasca al arrastrarse las serpientes, pero en verdad nunca estuvimos en peligro. Cruzamos zonas donde lo tupido de la maleza impedía la llegada de los rayos solares y la visibilidad no llegaba a los veinte metros, a veces me daba la impresión de estar caminando en círculos, pero el desenfado del explorador nos devolvía la confianza. Por fin topamos con un diminuto cerro, nuestro guía seleccionó el árbol más alto y con la agilidad de un simio lo trepó, miró en varias direcciones, lanzó un grito de alegría y con el brazo señaló el rumbo. Yo, que por precaución llevaba una pequeña brújula de bolsillo la orienté y anoté el curso deseado.

Aun cuando parecemos ir en la dirección correcta, la naturaleza inhóspita nos está haciendo enloquecer. Desde hace días he observado como la joven señora Howard hace gala de su sensualidad, su actitud provocativa la dirige al guía quien discretamente ha empezado a corresponderle; por la noche, con la lámpara prendida dentro de la tienda, se desviste lentamente y la traslúcida tela blanca se convierte en improvisada pantalla cinematográfica que nos desvela sus formas y sexuales movimientos. Desde las entradas de nuestras tiendas el experto y yo contemplamos sus actos amatorios, con excitantes prolegómenos donde la sombra de la cabeza de ella desciende morosa por el cuerpo de su esposo, quien se retuerce de placer. Una noche de luna llena la vi salir del campamento con rumbo al cercano aguaje, la excusa era refrescarse porque el calor nos hacía sudar a mares. Pasados unos minutos el explorador se retiró también pues, argumentó, estaba agotado. Una ráfaga de viento avivó el fuego, las altas llamas me permitieron ver el desfigurado rostro del señor Howard, quien parecía haber enloquecido. Se puso de pie, caminó a su tienda, pensé que se acostaría, pero instantes después salió con rumbo al aguaje. Lo seguí. Antes de llegar escuchamos risas, gemidos y gritos de placer. Se paró frente a ellos. La mujer hizo una exclamación de miedo, el hombre balbuceaba ininteligibles razones. De nada les valieron, se escucharon balazos y quejidos, el ulular de monos y de búhos, las aves sobrevolaron espantadas. Me escondí, el eco de los tiros se perdía por entre los cerros, comprendí que corría tras de mí, sentí que un fuerte golpe impactaba mi cabeza, perdí el sentido.

Desperté, toqué mi nuca, un hilo de sangre escurría por mi cuello y humedecía la camisa. Perdí la noción del tiempo. La oscuridad seguía, anduve por aquí y allá; al fin, bajo la luz de la luna descubrí los tres cerros pelones, me dirigí al del centro. Una grieta se abrió entre las rocas y una gruta quedó al descubierto. La entrada era custodiada por un gallardo soldado español -de reluciente armadura- que con un gesto me detuvo. ¿Qué hacéis aquí? Preguntó. No iréis a decirme que habéis venido por el tesoro del señor Guatemuz. Y si queréis saber qué hago aquí os diré que soy el custodio. Y si preguntáis cómo empezó todo os diré que estando en nuestro cuartel, también llamado el palacio de Axayácatl, llegaron a nuestros oídos las graves letanías de los panhuehetles, conchas y caracoles, así como noticias ciertas: esa noche nos matarían, por lo que huimos por la calzada de Tlacopan, lo que aprovechó el señor Guatemuz para ordenar que se escondiera el tesoro buscado con tanto denuedo por mi señor el gran capitán Hernán Cortés. Así, partieron sigilosos hacia lejanas tierras, pero donde un ojo ve o un oído escucha, mil maledicentes lenguas hablan y el secreto se hace añicos. Aconteció que algunos años después de consumada la conquista de Tenochtitlan, el capitán Cristóbal de Olid se negó a obedecer las órdenes de Cortés, por lo que partimos en expedición punitiva hacia las lejanas tierras de las Hibueras, llamadas así por los naturales. Mas al llegar a la región de Acalan un anciano resentido por el trato recibido por los mexicas, informó a mi capitán haber visto pasar por esa tierra a un extraño cortejo que de seguro llevaba objetos de oro y pedrería pues el brillo que reflejaban cuando les daban los rayos del sol, cegaba a los que lo miraban.

Mi capitán comprendió el engaño sufrido, encaró al huey tlatoani Guatemuz y al señor de Tacuba, mas como éstos se rehusaron a decir dónde estaba el tesoro, un Cortés encolerizado y sin medir consecuencias ordenó se les colgara de unas ceibas. Después, recuperada la calma, mi capitán comprendió la imprudencia, por no decir, la injusticia cometida, ya que podría ser juzgado y castigado con severidad por la corona, así que inventó no haber tenido más remedio, pues era sabido que ambos señores planeaban un alzamiento que pondría en peligro la vida de sus hombres y la de él mismo. Después llamó a me y ordenó partir frente a un grupo de hombres para dar con el escondite.

Hallamos el lugar, pero como es sabido, el hombre propone y Dios dispone, festejábamos nuestro hallazgo cuando fuimos atacados a traición por los hombres del tal Cristóbal de Olid, quienes estaban ahí por el mismo fin y era la verdadera razón por la que su capitán se rebeló a la autoridad de Cortés pues quería el tesoro para sí mismo y no era cosa de compartirlo con nadie. La lucha fue cruenta, librada con dagas y espadas, y fueron tantas las heridas que pronto se formó un río de sangre. Sin más sobrevivientes y con las botas teñidas de rojo di mortal estocada al capitán enemigo. Entré a la gruta dando tumbos. Al ver tanta riqueza olvidé mis dolorosas y ardorosas heridas, me solacé sabiéndome dueño de esa riqueza, mas debo haberme vuelto loco porque las arrojaba al aire y me carcajeaba como un idiota. Llené mi saco con las que pareciéronme mejores. Abandonaba el recinto cuando me desvanecí, al despertar estaba frente a mí uno de los temidos sacerdotes aztecas quien dijo que una maldición pesaba sobre los que dejándose llevar por la codicia profanaban ese recinto sagrado y trataban de robarse el tesoro de su huey tlatoani; Que en castigo a mi osadía y en virtud de mi aprecio por las riquezas, permanecería en ese recinto -por los siglos de los siglos-, hasta que otro hombre, presa de la ambición intentara consumar el robo. Pero pasad, me dijo, solazaos con el brillo del oro y las piedras preciosas, llenad vuestra mochila, mas sed cauto, recordad que si sobrecargáis el peso, podréis ahogaros al cruzar los ríos. Me maravillé con tantas alhajas y comprendí el porqué Cortés las buscara con tanto ahínco, pero me contuve. No, contesté, no soy profanador de tumbas ni de monumentos, esas riquezas no me pertenecen y no está en mi naturaleza el robo, soy un simple arqueólogo, un modesto historiador en busca del verdadero sentido de lo que fue escrito, guardaré el secreto para evitar que gente sin escrúpulos lo profane. Entonces, dijo el capitán español, estáis salvado y podréis seguir vuestro viaje pues la maldición de los sacerdotes mexicas no os hará daño. Yo también continuaré mi camino ya que el hombre armado estuvo aquí y llenó de oro su mochila, será él el nuevo custodio, por ello sólo me falta algo para descansar. No te preocupes -lo interrumpí-, ahora me hago cargo. Caminé hasta el sitio donde se encontraba tirada una armadura, cuan larga era. Levanté la visera del yelmo, quedó frente a mí el rostro momificado del capitán con el que conversaba. Cogí su mano, al hacerlo se escurrió la guanteleta dejando al desnudo los descarnados dedos y en uno de ellos el anillo de oro macizo con su escudo de armas.

Tomé su daga, escarbé una fosa a su costado, respetuosamente trasladé el cuerpo y antes de cubrirlo puse mi mano en su frente, lo bendije y le deseé paz, con dos troncos hice una cruz y la clavé en la cabecera del túmulo; tomad el anillo, escuché, os lo regalo. No, contesté, no vine a robar a un muerto. Os ayudaré a salir, el camino está lleno de peligros y podríais perderos en esta noche eterna. Cruzamos entre abrojos y espinos que desgarraron mis carnes y me dejaron desnudo, pero antes sacó un doblón de su bolsa de cuero y me lo dio, ponlo debajo de tu lengua, me ordenó, te servirá más tarde. Llegamos frente a un ancho y caudaloso río, un agresivo can vigilaba la orilla e impedía acercarnos.

Llegó la barca, descendieron de ella macilentos hombres, cadáveres descompuestos, almas en pena, cuando bajó el último me acerqué al embozado barquero, pedí que me cruzara, le entregué la moneda de oro. Amanecía, algunas aves piaban desde las ramas, las mariposas alegraban con sus colores y su vuelo, las abejas labraban laboriosas en las flores y a lo lejos las vacas pastaban, una madre amamantaba a su criatura y los niños gritaban al viento su alegría; percibí el olor de la madera al consumirse en los fogones y el aroma de las infusiones de menta y de canela, sentí hambre, comprendí que por fin volvía a la vida, dejaba atrás ese tétrico mundo de sombras y silencios donde había estado sólo Dios sabría, cuánto tiempo.

Ciudad de México, enero del 2023