Por: Alejandro Ordóñez
Para mi hijo Rodolfo y mi nieto
Iñaki Bengoa, con cariño y admiración
Caminó hasta el amplio camellón de la avenida, se sentó en la banca indicada y esperó paciente. Lo vio llegar, parecía traer prisa, se acomodó a su costado, colocó entre ambos el portafolios que llevaba. Parecía nervioso, su palidez, tono cortante de voz y aliento amargo lo delataban. ¿Estás listo? Se trata de una misión altamente confidencial y en extremo peligrosa. No sabes cuántos años tengo esperando una oportunidad como ésta. Tendrás que viajar a Moscú, te esperan en Lubianka, ya sabes cómo son las reglas del FSB, discreción absoluta. Que su severidad no te sorprenda, todos estamos a prueba, día tras día, misión tras misión. Las tristes experiencias de los dobles agentes los han vuelto un tanto paranoicos.
Viajarás con identidad falsa, empieza el misterio y las precauciones que se tomen para preservar el secreto serán pocas. No olvides destruir pasaporte, documentos y otras evidencias que conduzcan al hombre que eres ahora. En el portafolios hay documentos variados que acreditan tu nueva personalidad, boleto de avión para esta noche con destino a Moscú -con escala en Berlín-, nuevo pasaporte, una importante cantidad de euros y reservación del hotel donde te buscarán para concertar la cita.
Quedó confundido, no entendía el porqué de su preocupación, cualquier agente estaría feliz ante la perspectiva de un buen ascenso; sin embargo, dentro de su cabeza se habían prendido las luces de alarma. Sudaba copiosamente y le temblaban las manos. Había algo que no terminaba de convencerlo. Caminó como sonámbulo, sus pasos lo llevaron hasta la silla alta del bolero que aseaba a diario su calzado. Pásele mi don, escuchó el saludo acostumbrado, subió a la silla, dejó el portafolios a su costado. No sabía qué hacer. Había agentes con muchos más años en la corporación, amplia experiencia y confiabilidad a toda prueba, ¿Por qué a él que había estado en el ojo del huracán? ¿A él que había sido sospechoso de ser doble agente y cuya fidelidad apenas ayer estaba en duda? De pronto su mente se iluminó. Chasqueó los dedos. ¡Trampa, es una trampa!, repitió en voz baja, aunque quizás no tanto porque el bolero le dedicó una mirada inquisitiva, se puso de pie intempestivamente y sin explicación salió caminando a toda prisa hacia una calle transversal. ¿Qué pasa? Se preguntó. A cada momento entendía menos. ¿En qué problema estaba metido? Sin pensarlo dos veces se fue tras el bolero, el hombre -grandes aspavientos- hablaba por el celular; al descubrirlo salió corriendo como si hubiera visto al diablo. Trató de alcanzarlo, pero estaba gordo, viejo y fuera de forma. Jadeando, al borde del infarto regresó sobre sus pasos, sólo para descubrir que un vago huía con su portafolios -rumbo al concurrido centro comercial-. Se fue tras él. Imposible localizarlo entre esa multitud, salió a la calle, husmeó en los alrededores con la esperanza de toparse con él.
Lo aturdió el ruido de la explosión, vio las enormes lenguas de fuego que se elevaban al viento, los edificios se estremecían y los cristales de sus ventanas caían como filosos cuchillos sobre los transeúntes que caminaban en las aceras. Pronto a los gritos de espanto se unieron los de dolor, con escenas capaces de conmover a los más indolentes. Reaccionó rápido, se quitó el abrigo y con él cubrió a una joven que corría, semidesnuda, tratando de escapar de las llamas que la envolvían. Recuperó la sangre fría, caminó hacia el incendio, vació sus bolsillos, arrojó el contenido al fuego. Se alejaba cuando recordó el viejo refrán: el asesino vuelve siempre al lugar del crimen, así que regresó al maremágnum en que se había convertido el lugar. A las sirenas de los vehículos de emergencia se unían los quejidos de las víctimas y los gritos de los voluntarios. Lo vio venir a lo lejos, su atención estaba concentrada en las tareas de rescate. Empuñó con fuerza una pluma de apariencia inocente.
Se acercó por detrás, cautelosamente. Eran tantas las personas congregadas que pasó desapercibido. Tocó su espalda para llamar la atención; el tipo volteó, su cara de espanto dio cuenta del miedo que le dio ver a su costado al hombre que suponía muerto, a quien le bastó clavar el venenoso aguijón de la inocente pluma, para que el hombre cayera fulminado. Aprovechando la confusión se agachó, como si fuera a auxiliar a esa pobre víctima, lo que aprovechó para apoderarse del contenido de sus bolsillos, dentro del cual estaba un sobre lacrado que guardaba varias memorias USB que contenían información sensible de los Estados Unidos, recabada por el doble espía.
Terminada la operación gritó con todas sus fuerzas, ¡Un doctor! ¡Un doctor! Urge, tenemos un infartado. Se acercaron los paramédicos, le dieron respiración de boca a boca y masaje cardiaco, pero fue inútil. Se alejó lentamente, tomó un taxi, en lugar de ir a su departamento se dirigió a la Baticueva, como llamaba coloquialmente a su refugio de emergencia. Bajó del auto, varias cuadras antes, siguió el camino a pie. Al llegar a su refugio tradujo la información encriptada que contenían las memorias, se sorprendió al ver el contenido; comprendió que la fortuna le sonreía, no desaprovecharía esa segunda oportunidad; prendió la chimenea, quemó sus documentos, salvo el pasaporte que le daría nueva identidad.
Guardó el sobre que contenía las USB robadas al espía. Salió a la calle, abordó un taxi, pidió que lo llevara al aeropuerto, nervioso tocaba una y otra vez las USB que contenían información altamente sensible; buscó el mostrador de United Airlines, compró el vuelo que lo llevaría directamente a Richmond, Virginia, sede de la famosa Agencia Central de Inteligencia, su nueva casa. Estaba seguro.