Por Mónica Teresa Müller
Dejé el celular en el cajón de la mesita de noche y me propuse abandonar por unas horas el mundo imaginario de lo virtual. Me preguntaba, día tras día, qué misterios ocultaba la vida del otro lado del aparato que nos ocupaba y preocupaba en todo momento; aquello que facilitaba trabajar sin distancias; pensar en el amor sin sentir la tibieza del cuerpo del otro; escribir amparados por la calidez mecánica desde el desierto, a un amigo que padece la frialdad de la soledad del otro lado del planeta.
Decidí transitar de cara a la vida y aspirar las fragancias que me rodeaban, y que desconocía por convivir a toda hora con ese mundo virtual, que al fin y al cabo era mi dueño sin haberme comprado.
Caminé por la casa. Cada rincón me pareció extraño, desconocido, pero mis deseos se afirmaron y fortalecieron a mis sentidos. Me pareció nacer y saber que la luz natural tenía la capacidad de darme energía. Sufrí un shock, el de reconocer que mi entorno se conformaba de dos mundos opuestos, necesarios e insustituibles. Debía aprender a coexistir con ambos, tenía que esforzarme por ello.
Me di cuenta que el mundo giraba en torno a los contactos humanos según lo que cada uno aceptaba, sin siquiera haber tenido una previa relación.
En un instante, un abanico de descubrimientos se abarrotó con el fin de ser primeros en ser atrapados por mí.
Fue así que no elegí la tecnología para contactarme con el hermano de mi reciente amiga, la que vivía a la vuelta de casa y hacía lo imposible para que le escribiera al whatsapp.
Decidí hacer otra cosa.
Trepé a la glorieta y miré hacia su ventana. Era un atardecer de octubre con frescor de aroma alimonado.
Las espinas del rosal se engancharon en mi ropa, pero todo valía para ver si la ventana estaba iluminada y aparecía su sombra. Sólo eso, saber que caminaba por la habitación del primer piso, jugar a que él sintiera algo al verme trepada sobre los endebles caños.
Cuando fuera a su casa a buscar a mi amiga, su hermana, seguro me iba a preguntar que hacía en el patio de atrás trepada entre las rosas. Yo, con una mueca, le daría a entender, que ignoraba a qué se refería.
Mientras pensaba y suspiraba por el vecino al que poco conocía, pero que estaba de alguna forma en mi corazón, las lechuzas ululaban su tristeza, pero yo me sentía feliz. La soledad del mitad patio y mitad jardín, permitía que concretara la aventura, tener contacto con los verdes de la primavera, hasta sangrar por el pinchazo de las espinas de algún tallo. Desde la glorieta, las alverjillas del vecino nacidas en septiembre, cabían en una mano y coloreaban mi mundo nuevo, antes desconocido. La casa de la vuelta, con el cuarto iluminado, pareció acercarse.
El hermano de mi amiga gozó del viento que rozaba su piel y desde la ventana apoyó una mano en su boca y me tiró un beso. Entonces supe que ambos habíamos guardado el celular en el cajón de la mesita de noche.