Por Alejandro Ordóñez

Cumplíamos veinticinco años de haber terminado la carrera. La propia Universidad del Estado convocó a los graduados a una comida baile. Acudimos de todos los rincones de la entidad y por lo que observaba muchos seguían siendo amigos. Yo era una excepción ya que mi familia vivía lejos y si estudié en esa institución fue por meras cuestiones económicas, pues era la única que estaba a nuestro alcance.

En esa multitud de extraños no fue fácil identificar a viejos camaradas cuyo atuendo y físico eran diferentes a los que tenían en la época estudiantil. Estaba ahí el Che, a quien llamábamos así por su larga cabellera, enflaquecido cuerpo -además de su infaltable boina con estrella al frente- y su sueño de encabezar una revolución campesina que iniciaría en la abrupta sierra de Santa Catarina; difícil pensar que ese gordo, calvo, lleno de cadenas, pulseras y anillos de oro fuera el Che con quien compartí habitación y largas pláticas nocturnas; el mismo que terminó odiándome ya que nunca superó que la chica por la que se moría, me eligiera a mí y lo rechazara en público. Estaba el Flaco Reatas, un junior amante de la charrería y de las gringas que visitaban la ciudad, quien soñaba con ser algún día gobernador del Estado y por lo que se veía no estaba lejos de su meta, pues ya era el Fiscal General de la Entidad.

Dentro del hotel todo era lujo y ostentación, digamos que estaba ahí la clase pudiente; afuera, en la plaza principal de aquella ciudad capital -que a pesar de haber crecido no perdía su sabor provinciano-, las parejas bailaban los valses y polkas que interpretaba la orquesta típica del Estado, instalada en el kiosco central, mientras las muchachas daban vueltas al parque, en un sentido, y los muchachos giraban hacia el otro lado para encontrarse y saludarse o cambiar al menos una señita que escapara a la mirada vigilante de las madres.

Yo iba sin pareja así que me aburría junto a esos extraños que sólo hablaban de ranchos y dinero. Decidí irme sin despedir. En la entrada del hotel estaba el Che; en el kiosco la orquesta tocaba la última melodía. ¿Adónde vas?, preguntó. A mi hotel, contesté. Ven, me dijo, te llevo. Subimos al carro, dimos la vuelta a la plaza mayor y cuando estábamos frente al Palacio de Gobierno algo debió ocurrir porque el auto se detuvo y mi amigo dijo que esos vehículos eran una mierda. Espera, ordenó, pero antes de bajarse oprimió un botón que estaba debajo del tablero. En la plaza la gente se dispersaba lentamente. Lo busqué con la mirada, pero no lo vi entre las personas que se cruzaban. Me agaché también, vi que en la oscuridad un foco rojo cintilaba. Pensé que estaba en peligro y quizás por efecto de los tragos concluí que era una bomba. Bajé veloz del carro y con voz no tan baja afirmé: una bomba. Alguien debió escucharme porque en segundos se corrió la voz, la gente gritaba: ¡Una bomba, una bomba! y corría presurosa para ponerse a salvo. Los soldados que resguardaban el Palacio de Gobierno abandonaron sus puestos y se acercaron cautelosos al auto, tratando de calmar a esa muchedumbre que huía enloquecida derribando a su paso los puestos de comida y de juguetes, chocando entre sí y pisoteando a los más débiles, que caían al suelo.

Decidí regresar al hotel donde se realizaba la fiesta -en busca de seguridad-. Daba la vuelta al kiosco y en mi atropellada carrera choqué con una señora y su pequeña hija, caímos los tres al suelo, lo que nos salvó la vida. Se escuchó la potente explosión, una llamarada se elevó al cielo, seguida de una densa nube de humo negro. Las partituras de los músicos flotaban en el aire, al igual que lo hicieron brevemente los cuerpos de la gente y de los soldados que estaban cerca del auto cuando explotó. Se mezclaban los gritos de dolor de los heridos con el llanto de los que buscaban a sus seres queridos. Todo era confusión y horror en esa noche de espanto.

Llegué al vestíbulo del hotel, las mujeres lloraban y los hombres compartían su enojo. Consternado, a un costado del Flaco Reatas, el Che señalaba algo. Caminé hacia él con ganas de estrangularlo, pero el fiscal adivinó mis intenciones y me detuvo con fuerte abrazo. Entendí su gesto enérgico, obedecí, guardé silencio. Es una infamia, dijo, pobre gente inocente, hasta dónde hemos llegado. No podemos retirarnos en este momento -escuché-, las fuerzas del orden podrían confundirnos con los culpables del atentado; además, entorpeceríamos las labores de los servicios de emergencia.

Antes de entrar al salón, el Flaco Reatas me jaló discretamente y me llevó hacia los baños. No puede entrar nadie, ordenó a los guaruras antes de cerrar la puerta. ¿Qué pasa?, preguntó, te veo desencajado y tembloroso; ¿estás impresionado? No, dije balbuceante, y empecé mi relato de lo ocurrido. Sí, contestó, lo veo claro, el Che quiso usarte de chivo expiatorio: tu cuerpo incinerado dentro del coche haría que te consideraran como el más desalmado criminal que haya dado esta tierra. Te salvaste, pero aún se ciernen peligros sobre tu persona. Si se le diera la gana podría involucrarte en el atentado, sus hombres declararían haberte visto bajar del coche donde estaba la bomba. ¿El coche, qué tengo yo qué ver con él, si no es mío? No seas ingenuo, de seguro es robado y en ese montón de hierros retorcidos no habrá quedado huella alguna. El Che es tu mejor coartada, convéncete, así que mejor lleva la fiesta en paz, no se te vaya a ocurrir agredirlo. ¿En cambio tú, sabes lo que eres para él? Una amenaza, y eso es grave, porque si piensa que vas a abrir la boca echará a andar la maquinaria legal y en el mejor de los casos terminarás pudriéndote en la cárcel. Las cosas se manejan así. Estamos en una ciudad fronteriza, de seguro fue un distractor, no me extrañaría que a la hora de la explosión haya cruzado la frontera un valioso cargamento de droga. Así es esto, tienen poderosos aliados que los protegen. Todo se compra con dinero. Mira, por fortuna ni tú ni tu familia viven en el Estado, te voy a ayudar con riesgo de enemistarme con gente poderosa, pero lo voy a hacer en nombre de la amistad que tuvimos hace tantos años. Un convoy armado integrado con mis hombres de máxima confianza te llevará a la ciudad que elijas, no sólo te sacarán de aquí, infundirán respeto y evitarán que en la carretera te intercepten y te maten. Un último favor, querido amigo, no vuelvas jamás, ni en sueños por estas tierras; ah, y no se te ocurra hablar de lo ocurrido.