Por: Mónica Teresa Müller

Yo era la única mujer del grupo de los “pinta paredes”. Estaba preparada para todo porque esa era la condición. Mi contextura mediana y fuerte me brindaba la posibilidad de correr y escapar de los que nos matoneaban.

Aquella noche sentí miedo. Me quedé parada como si una barita mágica me hubiera tocado para que no me moviera. A Marcos lo tragó la tierra y Andrés les tiró el balde por las cabezas a los de gorra y se evaporó.

Hoy estoy convencida de que la magia existe. La sensación de volar se adueñó del momento. Parecía un sueño, pero las escenas que veía pertenecían a mis épocas de niña.
El General Perón era el Presidente de la Nación, los opositores decían que era un dictador, para sus seguidores el Líder Máximo del Movimiento Justicialista.

Mi familia estaba dividida. La cuestión de tener diferentes ideas se ponía de manifiesto en las reuniones a las que todos asistían. El tío conservador, a los cinco minutos, caminaba hacia el vestíbulo y con un portazo, se despedía. Para los socialistas, Alfredo Palacios era el creador de las leyes que había utilizado Perón como suyas y que los justicialistas no reconocían, entonces cinco portazos se sumaban al del tío conservador. Los primos radicales que hasta ese momento se mantenían serenos, bastaba que algún peronista sacara a relucir el tema de una traición de Irigoyen a su tío Alem, para que los dueños de casa dieran por finalizada la mal nombrada reunión familiar.

Mientras los grandes discutían, a los niños nos mandaban para que jugáramos en otro lugar de la casa; yo no obedecía porque me llamaban la atención los temas por los que lidiaban. Siempre hallaba un espacio para esconderme y escuchar. Una noche me arrepentí porque la conversación había llegado a asustarme de tal manera, que desperté varias veces y hasta me pareció ver a los pies de la cama la figura de un demonio que me observaba.
En casa se referían a Perón todos los días. Estaba retratado en los libros de la escuela con el uniforme igual que el del primo de mi papá. A veces le tenía bronca porque se ocupaban tanto de él, que yo ni figuraba y menos mis preguntas.

La sensación del miedo profundo, ese que cala hasta los huesos, frena la respiración y te deja mudo, lo padecí en varias situaciones, pero no tantas porque me acuerdo de cada una.

Cuando la Revolución sacó del poder al General Perón, mi falta de lucidez política no me permitió llegar a entender qué cosa había ocurrido. De todas formas, mi familia se separó aún más de lo que estaba. Unos llevaban la escarapela como símbolo de liberación y otros trataban de escapar de las hordas que desencajadas iban tras de los adversarios como si no fueran ciudadanos sino asesinos. Y sentí pavor cuando parada en la esquina de casa en un pueblo de Buenos Aires, vi pasar a los estudiantes secundarios con partes de un monumento, que horas atrás, vestía la plaza.

No viene al caso saber a qué partido pertenecíamos aquella noche, cuando a Marcos lo tragó la tierra y Andrés se evaporó. Lo qué pasó después, otros lo contaron. Interesa que al miedo se le puede hacer frente y que los carteles de la pintada, decían: Perón vuelve. Y la historia volvió a empezar.