Por: Alejandro Ordóñez

Hacía poco que el cucú del reloj había anunciado la media noche, la luz de la luna llena rompía sutilmente la oscuridad. Dormía plácidamente, de pronto sentí una presencia; una sombra negra que ascendía pausadamente a la planta alta. Prendí la lámpara del buró y aquélla desapareció. Temí que fuera un intruso, así que armado con un palo revisé la casa.

No hallé algo fuera de lugar así que volví al lecho. Dos o tres noches después escuché suaves pasos provenientes del mismo lugar, así como una voz que rezaba en latín.

Distinguí detalles que la vez anterior habían pasado desapercibidos. Parecía un monje del Medievo, con gruesa capucha cubriendo la cabeza y parte del rostro, y los brazos metidos en las amplias mangas del pesado hábito; ordené al robot prendiera la lámpara de las escaleras, pero aquel extraño ser estaba ya a medio lobby, cuando éste se iluminó giró hacia la derecha y se introdujo en el estudio; ordené que se prendiera esa habitación -sin éxito-. Un recio portazo fue su respuesta. Como medida precautoria cerré mi puerta con llave y apagué todas las luces.

Traté de convencerme que había sido un mal sueño, en ese momento escuché el silbido de un látigo y el golpe contra las carnes de ese ser que interrumpía sus rezos y trataba de ahogar los gritos de dolor. De pronto se maldecía a sí mismo por haber pecado. “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…” Luego otra vez, muchas veces, el silbido del látigo, los ayes de dolor y nuevamente los rezos; para entonces mi cuarto olía a la cera de los cirios benditos y a incienso. Sería la madrugada cuando logré conciliar por fin el sueño. Al despertar corrí al estudio, se respiraban los santos aromas de los templos, sobre el parquet, gruesas gotas de cera y sangre confirmaban que no había sido un sueño.

Siguieron ocurriendo cosas macabras. Lo comenté con amistades y con la familia, al percibir su escepticismo decidí grabar el fenómeno y aunque el video no captó al personaje y sólo se vieron los muebles del estudio, el audio fue fiel testigo de mis dichos; pero siguieron las dudas, me veían y no podían contener la risa, se burlaban de mí, rumoraban discretamente que me estaba volviendo loco, hasta que alguien decidió hablar con toda franqueza: consulta un psiquiatra antes de que sea tarde, me decían. Les mostré las gotas de cera y de sangre sobre el piso de madera, pero fueron inconmovibles. Para que no dudaran de mi cordura los fui invitando a dormir en mi casa, y dieran su testimonio, pero no ocurrió nada las noches que estuve acompañado.

La situación empeoró, sentí frío, la cobija se había deslizado hacia los pies y sólo me cubría hasta la cintura; traté de subirla, imposible, como si algo la atorara, abrí los ojos, la sombra siniestra jalaba con fuerza para quitármela; grité como loco, le pedí que se fuera, que me dejara en paz, yo no le había hecho mal a nadie; decidió retirarse, pero en lugar de rodear la cama atravesó mi cuerpo, sentí que todos los fuegos del infierno quemaban mis entrañas y mi cabeza estallaba como un globo, en mi desesperación rogué que no se echara encima de mí para llevarme. Al día siguiente decidí buscar ayuda, acudí a la única persona que podría escucharme sin burlarse. El sacerdote me escuchó paciente, con la seriedad del caso preguntó si había yo cometido algún crimen, o hubiera ocurrido alguno en mi casa antes de que yo la habitase. No, contesté, la casa la construí yo. Es un alma que no encuentra sosiego, vamos a ayudarle, daremos un novenario de misas de difuntos, tendrás que estar presente. Durante las nueve noches tuve paz, las apariciones cesaron, pero a la décima volvieron. No era la cobija lo que jalaba, eran mis pies, como si tratase de llevarme con él, y yo lloraba, trataba de zafarme de esos brazos que apretaban como tenazas, fuera de quicio gritaba, imploraba que me dejara en paz, la habitación giraba hasta que me desmayaba o quedaba dormido. Volví con el sacerdote. Menos mal que no se colocó detrás de tu cabeza, hijo, si lo hubiera hecho no habría habido remedio. Bendijo la casa, otro día se presentó con un clérigo para exorcizarla. Compré un crucifijo que clavé en la pared que da a la cabecera de la cama, para que me protegiera y por ningún motivo permitiera que se fuera a parar ahí, pero…

Me despertó el fuerte olor de la cera quemada, estaba yo desnudo y boca abajo en mi cama, no podía ver la cara del monje, únicamente miraba sus sandalias, la parte inferior del hábito y el cordón que ceñía su cintura. Luego un rezo dicho con voz grave y dolorosa interrumpió el silencio.

…et dimitte nobis debita nostra
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed liberanos a Malo.

Escuché entonces el silbo -ya conocido- del látigo rompiendo el aire, mordió mis doloridas carnes y las hizo sangrar, apreté el puño, descubrí con sorpresa un rosario enredado en mi muñeca; las llamas de los cuatro cirios benditos colocados en cada extremo de mi cama bailaban, se difuminaban en mis desenfocados ojos debido a los gruesos lagrimones que corrían por mis mejillas; apenas tuve tiempo para jalar aire cuando un nuevo golpe me estremeció, me hizo llorar y orinarme como un niño en la cama. Por la mañana descubrí gotas de sangre en las sábanas, mi dolorido cuerpo me llevó a concluir que no había sido un mal sueño; me asomé al espejo, vi las alargadas señales sobre mi piel que semejaban una enorme telaraña. La escena se repitió cada noche. Decidí dejarme crecer la barba para ocultar un poco mi aspecto macilento y demacrado. La familia pensó que estaba enfermo, los amigos murmuraron que había contraído una grave enfermedad y debía encontrarme en fase terminal. Para dar fin a esos rumores aviesos decidí enseñarles mis cicatrices. No les quedó duda, estaba rematadamente loco y encontraba placer al torturarme. Los sorprendí investigando los costos de varios hospitales psiquiátricos.

Era de noche, me encontraba en una estación subterránea del metro, sentí en mi espalda la presencia de ese ser fantasmagórico. Una falla en el sistema eléctrico nos dejó en penumbra, me armé de valor, giré y busqué su cara, la cubría la capucha y una desaliñada, descuidada y sucia barba; no obstante, descubrí en su mirada la maldad y la crueldad que lo poseían; me vio con desprecio. Volvió la luz, desapareció el fantasma. Se acercaba el convoy del metro, nos aproximamos a la orilla del andén, entraba el tren a la estación, vi a la sombra acercarse, sentí su fuerte empujón, volaba yo hacia las vías, una muerte segura me aguardaba, una mano salida de sólo Dios sabe dónde me asió del cinturón y de un fuerte jalón me regresó al andén, justo en el momento en que pasaba veloz la máquina. Las expresiones de miedo y de sorpresa se trocaron rápidamente por voces que jubilosas festejaban el milagro, sin dejar de preguntarse cómo era posible que estuviera yo vivo, buscaron al héroe salvador, sin dar con él, sólo yo supe quién había sido, seguía percibiendo el perfume de mi difunta esposa.

Amanecía, me sorprendió que esa noche no hubiera habido latigazos. Al costado de la cama alguien dejó la pistola que heredé de mi abuelo revolucionario, la sombra me despertó suavemente, me señaló el arma, negué con la cabeza; se quitó la capucha para que viera yo las facciones de ese ser que me perseguía todas las noches y se había convertido en mi verdugo. Reconocí de inmediato aquellos ojos hundidos, los labios tumefactos, la desaliñada, descuidada y sucia barba, la inconfundible cicatriz de viruela en la mejilla; sin poderme contener afloró el llanto; era… sí, éramos el mismo.