Por: Mónica Teresa Müller

Él caminaba durante un atardecer en el que la lluvia había opacado la luz de los faroles del barrio de San Telmo. Aquel Buenos Aires del 1935 lo vio transitar sus calles, envuelto por la bruma en un mes de Mayo poco creíble. El corazón le latía con fuerza y la respiración entrecortada le secó la garganta.

Su cuerpo se helaba y pretendió cobijarse, entonces cruzó los brazos sobre el pecho. Las manos estaban frías. El aire se mimetizó con el cielo en el que estaban a punto de desflorar las sombras.

Los botines con taquito militar, lustrados como para mirarse en ellos, pararon frente a la ventana baja de la cantina. El aire golpeaba contra los vidrios como queriéndoles transmitir algún mensaje dicho junto a ellos, mientras vibraban al compás de la música del bodegón y alteraban el aletear de las palomas, que solían posarse sobre la viga cercana.

El hombre había llegado hasta allí, pateando las hojas húmedas de los árboles caídas sobre las veredas, y cargado con sensaciones que lo castigaban.

Por ella había dejado todo: los amigos y las noches de milonga. “Fui un hijo de puta”, se dijo. Desde que le juró amor, “Para siempre y a costa de todo, mi vida”, le había pedido ella. “La dejé como te prometí…”, le confesó. Pero la otra no estaba sola. Eran dos a los que había abandonado.

Cuando ella supo lo del niño, le pidió que no lo desamparara. “Aunque sea déjale el techo, las criaturas no entienden de mal de amores”. Todo marchó sobre ruedas, él se fue de la casa y pasó a vivir en una pensión.

Vivieron un amor continuo y febril, luego sucedió lo inesperado. Un mes sin saber de ella, hasta que la vio pasar con la madre del niño, una madrugada.

Sólo un último sonido de metal parecía darle compás a sus pensamientos, y golpeaban fuerte. Hizo un ademán para quitarse el lengue y pasarlo sobre sus párpados, pero él era un compadrito que no se podía dar algunos lujos y por eso, tragó saliva para que se desatara el nudo que le oprimía el garguero, ahogándolo. “La pucha que estoy sensible, no me imaginaba que era para tanto”, murmuró.

Desde la ventana intentó descubrir entre la penumbra del café, la mesa que les pertenecía, formaba parte de sus historias.

Ingresó al lugar y mientras caminaba zigzagueando por entre las otras mesas, hasta olió el perfume a hembra, porque sentía el deseo de los machos cuando necesitan una mujer. No bien se sentó y el mozo le sirvió el pedido, la vitrolera le hizo un guiño tentándolo a compartir la cama en algún piringundín, pero ella no estaba.

Desvió su mirada hacia dos pocillos, violados por restos de rouge, y giró la cucharita en el suyo para que derrochara en el aire el aroma del café.

El compadrito apoyó los codos sobre la mesa, el rostro entre las manos buscó cobijo en la sombra del chambergo, y se dio permiso para lagrimear. Sintió la soledad. De reojo miró la taza y deseó que fuera mágica para que pudiera recuperar aquel último tintinear: el del adiós.