Por: Mónica Teresa Müller
Su amigo Toto le había dicho que era audaz y Gonzalo consideró que no mentía. La pava hervía desde hacía rato sobre la hornalla. La retiró del lugar y llenó un termo.
Disfrutaba del mate Y mientras lo tomaba, a veces leía policiales, otras descifraba crucigramas o bien dibujaba bocetos de sus pinturas. Detestaba la rutina.
El timbre de la puerta lo descolocó, se acababa de bañar y estaba desnudo. Por momentos no se imaginaba de dónde sacaba ímpetu para afrontar y solucionar conflictos, quizá se debía al valor heredado de algún antepasado
El timbre volvió a sonar, pero no podía salir sin ropa y bajar quince pisos por la escalera.
— Hoy es un día de esos en los que es mejor quedarse en la cama -dijo -, no para mí sino para el que me llama; sin portero ni ascensor y encima con un nudista que cuando piensa no puede vestirse.
Sin duda, su amigo era un brujo y sabía lo que decía. Aquella noche la habían visto actuar en el teatro, y antes de terminar el primer acto, Gonzalo estaba enamorado de la chica, de su cuerpo y de la mirada con la que lo sedujo. Durante dos semanas presenció todas las funciones de la obra. La amistad de Toto se transformó en hermandad cuando le ofreció parte de su sueldo para palear los gastos de su enamoramiento.
Una noche despertó en una habitación que no era la suya, sabía que el alcohol había corrido por sus venas desde la tarde. Recordaba entre brumas la salida de los artistas, los flashes de los reporteros, los gritos, las risas, las carcajadas y un beso que lo arrastró hasta el delirio. Ella estaba a su lado y la fiebre de amarse los enlazaba.
Toto era un genio. Había acertado. Él, Gonzalo Jerez, era un audaz. Sus conocidos le habían dado una mano. “Los amigos- cómo decía su padre- se ven en las buenas y en las malas”. El que trabajaba en el banco le consiguió el préstamo con el que había comprado para ella, un anillo con dos brillantes; el joyero colaboró con la financiación del dinero faltante. Ni que decir del de turismo que armó cuotas accesibles para pagar los pasajes a Miami para ella y su madre enferma.
No se iba a cansar de decir que era un audaz, pero con mayúscula, de los que no abundan.
Aún faltaba un trecho para llegar al hall. Jamás hubiera pensado que costara tanto bajar por una escalera. Cada peldaño se hacía sentir como golpes en los pies. Tenía que acelerar la bajada, luego de atender, apresurarse porque el avión despegaría pronto y tenía que desearle lo mejor. Ella lo estaría esperando y no podía fallarle.
Cuando llegó a la entrada vio, a través de los vidrios del portón, un hombre con un sobre en la mano.
El peso de la puerta le impidió atajar la trompada que el tipo le propinó. Tirado sobre el piso pudo leer que en el sobre estaba escrito: “Te encontré”. Escuchó, entre el desmayo y la lucidez, una voz que le decía:
—Gil, gracias por los regalos, te dejo, el avión está por despegar.