Por: Alejandro Ordóñez

Para Arturo Córdova, escalador, amigo entrañable.

Lentamente penetró la clavija en la roca firme, puso el mosquetón, insertó la cuerda y reemprendió el ascenso. Faltaban mínimo dos horas para escalar esa escarpada pared. Las sombras de la tarde anunciaban la proximidad de la noche y la tormenta eléctrica presagiaba lluvia. Tenía entumidos los dedos de los pies y de las manos, por el inclemente frío. Fue una tontería haber venido solo, pensó, aunque ¿quién vendría con él?, la soledad era su única compañía; tenía fama de huraño y de esquivo cuando alguien intentaba acercársele; por eso la escalada de roca, en solitario, era su deporte favorito. Sabía que cualquier error, la mínima distracción podría provocar un accidente fatal, por eso se concentraba, ponía los cinco sentidos en sus movimientos. La luz de un relámpago dibujó una silueta que le hizo recordar a su madre, una joven bonita de escasos veinte años; por su mente pasaron las fotografías de ella, joven universitaria con futuro promisorio y padres amorosos.

Aquella persona encantadora y sociable pareció de pronto una ermitaña; rechazó a las amigas y dejó de hablar en casa. Jamás dijo qué le angustiaba, ni cuál era esa preocupación que la llevaba a encerrarse todas las tardes en su habitación. Por fin una noche bajó, los estremeció con la noticia. Tenía cinco meses de embarazo. ¿Cómo, si jamás le conocieron novio alguno? Se negó a decir de quién era. Rechazó el aborto propuesto por el abuelo; ignoró los ruegos y consejos de la abuela; traer al mundo a un hijo era una responsabilidad enorme, cambiaría las perspectivas de su vida. Para colmo parecía no encontrar motivo de felicidad con su maternidad, ni le hacían ilusión los obsequios para ese ser que crecía en su vientre. Preguntaron a las amigas quién podría haber intimado con ella, nadie aportó al menos una hipótesis. Su embarazo fue una bomba que explotó en la familia, en su círculo social y hasta en la universidad, lo más sorprendente eran su frialdad e indiferencia ante la situación que estaba viviendo. Al tener al crío en sus brazos nacerá el amor materno, decían los viejos, pero fue en vano porque para acabarla de fastidiar no se pareció a ningún pariente, llamaba la atención y eran tema de comentarios a veces mal intencionados, el color de su piel, de sus ojos y de sus cabellos.

Habían transcurrido apenas unos meses del parto. Recibieron consternados la noticia. Según el radar, el auto entró al puente largo a una velocidad de ciento treinta kilómetros por hora, cien metros adelante alcanzó los ciento ochenta, y en esa vía recién inaugurada, sin vados, baches ni obstáculos sobre el camino, el vehículo rompió la barrera de protección y cayó en profundo precipicio, sin dejar huellas de frenada o de derrape. Fue un desafortunado accidente, dijeron algunos, y no faltó quién pensara en un suicidio. Así, creció huérfano. La ausencia materna no significó un problema especial, después de todo seguía presente en la memoria colectiva, estaban sus fotografías y la propia familia y amistades la recordaban, hablaban de ella; sin embargo, la ausencia paterna no tuvo justificación; en la escuela, cuando les pedían hablar o escribir algo acerca de ellos, guardaba silencio ante las burlas y humillaciones de sus compañeros y si bien tenía cerca la figura del abuelo, no era lo mismo. Una y otra vez interrogó a la abuela, no deseaba nada de él -si lo encontrara-, no esperaba nada, simplemente le urgía saber de dónde provenía. Tal vez él mismo ignorara la existencia de ese vástago.

Conocer a su progenitor se volvió una obsesión que no lo dejaba vivir en paz. saber quién era, qué hacía, darle a conocer sus propios méritos, sus sueños, sus planes; a menudo se preguntaba si sabría de su existencia; en última instancia, ambos tenían el derecho de conocerse, de convivir, de aprender a quererse. Fue con un terapeuta, sin resultados positivos; por fin un día la abuela recordó algo de apariencia intrascendente, en la cartera de su hija, después del accidente, halló la tarjeta de presentación de un maestro de una universidad alemana, la guardó todo ese tiempo por casualidad, pues no le pareció importante. Era el único dato, al menos podría servir como punto de partida. Preguntó a las amigas de su mamá si sabían algo de ese maestro, varias lo recordaron, había llegado a la universidad en un intercambio de personal académico, dio clases en la facultad durante dos semestres, justamente cuando su madre se embarazó.

Con la esperanza de que el profesor continuara trabajando en la misma institución, redactó una carta, la rompió, luego escribió otra y muchas más, hasta quedar satisfecho. Era importante dejar claras sus intenciones al buscarlo, no quería ni pedía nada, simplemente era la preocupación existencial de saber de dónde provenía. Le dio el nombre de ella y le dijo que había sido su alumna en las fechas del embarazo; ella había muerto así que tampoco por su parte habría peligro de alguna exigencia o petición; le platicó de él, de sus planes, del enorme deseo y la necesidad por conocer a su progenitor. Pasaron las semanas, no hubo respuesta. Insistió, para darle confianza le mandó varias de sus fotografías de niño y de adulto donde se apreciaban los rasgos germánicos, herencia suya, de seguro. Tampoco hubo contestación. Dejó pasar algunos meses, por fin se armó de valor, volvió a enviar otra carta. Semanas después recibió un sobre grueso de la universidad alemana, se llenó de regocijo, por fin podría resolver sus dudas. En el abultado sobre devolvían su carta, sin abrir, así como un oficio del rector donde le comunicaba que el decano de la universidad se había jubilado con todos los honores y, dado el interés del remitente, acompañaba una revista donde se publicaba una reseña de la solemne ceremonia de despedida. Terminaba la misiva con una disculpa por no poder entregar su carta, pues el decano se había mudado a Lucerna y desconocían su domicilio.

Devoró literalmente la revista, vio una y otra vez las fotografías del profesor, las de su esposa y de sus dos hijos -también profesores de esa universidad-. Imaginó su parecido al probable padre, vio las fotos de la esposa, con aspecto de buena mujer, estudió las de sus probables hermanos, mayores que él. Lamentó que su madre se hubiera involucrado con un hombre casado y si bien en principio eso le disgustó, se dio cuenta que en todo caso habría existido un abuso porque ella era una jovencita inexperta y él una persona madura. ¿Qué pudo haberle prometido, cómo la sedujo? ¿Habría sentido remordimientos al saberla embarazada? ¿Supo -al menos-, del nacimiento de esa criatura? Comprendió muchas cosas que hasta ese momento habían pasado desapercibidas. Imaginó el dolor que el desengaño pudo provocar al comprobar la falsedad del amor que su amante dijo profesarle y la desilusión de ver que nunca llegó el auxilio prometido o esperado. Pobrecita, tan desesperada, tan necesitada de cariño y protección, era lógico que todo lo demás pasara a segundo término, resultaba natural pensar en la idea del suicidio.

Se estremeció, estaba a punto de cometer el mismo error, la misma injusticia; su novia -tan enamorada de él-, le había comunicado feliz su embarazo y él, contra lo supuesto por ella, manifestó su profundo disgusto, no estaba listo para adquirir una responsabilidad de esa naturaleza, ni entraba en sus planes, le reprochó además su descuido y exigió el aborto, algo a lo que la joven se opuso, después de interminables discusiones y ante el desencanto de la chica dio por terminada la relación; aún podía verla sentada en esa banca del parque, bañada en lágrimas, implorando en silencio un cariño y una comprensión que no llegaron, para ella no hubo consuelo ni piedad y ahora se arrepentía. Comprendió que no podía cometer el mismo error del que habían sido víctimas; debía convertirse en el esposo que su madre no tuvo y en el padre añorado por él; distraído en sus pensamientos no notó que la clavija que lo sostenía se zafaba, resbaló, sintió un fuerte golpe en la cabeza y el vértigo de la caída. Lloró; lloró por ella, lloró por él y por el hijo que aún no nacía. Eso fue todo, al día siguiente lo encontraron unos campesinos, un perro lamía la sangre coagulada de su cabeza. Fue poca gente al funeral, entre ellos una joven que lloraba amargamente, una joven bonita de escasos veinte años…

Ciudad de México, primavera del 2023.