Por: Lucía Melgar Palacios
La muerte de Norma Lizbeth, estudiante de 14 años, tras ser golpeada por una compañera de la secundaria en Teotihuacán, ha obligado a mirar de nuevo el grave problema del acoso escolar. A raíz de esta pelea, grabada por estudiantes, y tristemente viralizada en redes sociales, se han acumulado notas de prensa acerca de otros casos de violencia a las puertas de escuelas en diversos estados, y datos que muestran la extensión del “bullying” en México.
Acumular noticias indignantes sin hacer un diagnóstico del contexto ni exigir un cambio radical en las políticas educativas y de seguridad, de poco sirve. Señalar a las agresoras y sus familias es caer una vez más en la reacción “fácil” de privatizar la violencia como si las/los adolescentes agresores fueran “monstruos” ajenos a la sociedad. Apelar a la renovación de los “valores culturales, morales y espirituales” de México, como ha hecho el presidente, es recurrir a una abstracción trasnochada de la que no se deriva solución alguna.
En un país azotado por múltiples violencias, donde se descalifica a diario la diferencia crítica y se justifica la militarización desde la tribuna presidencial, donde se minimizan masacres y muertes atroces de migrantes, habría que cuestionarse al menos cuáles son esos “valores” vigentes, cuál la “moral” que difunde el poder y cómo afecta a la sociedad. En vez de disertar sobre las bondades de “la familia mexicana”, ¿no convendría acaso consultar datos sobre sus condiciones de vida, analizar el impacto de las violencias criminales y sociales en familias, barrios y escuelas, examinar cómo afecta el entorno a niños, niñas y adolescentes? ¿No debería la SEP asesorarse con personas expertas que han estudiado el ámbito escolar y han señalado, por ejemplo, el impacto de la pandemia en el ánimo y la capacidad de aprendizaje del estudiantado? Preguntarse qué se ha hecho y qué se puede hacer para frenar esta violencia que tanto daña a la juventud es urgente.
El acoso escolar desde luego no es nuevo ni afecta solo a México pero éste ocupa el primer lugar en bullying de todos los países de la OCDE, con más de 18 millones de estudiantes de primaria y secundaria afectados. El que sea un problema general no justifica que se minimice como otras violencias pues afecta el desarrollo personal e intelectual de las nuevas generaciones. Según Bullying sin Fronteras 70 por ciento de los/as estudiantes son acosados a diario. La ENDIREH 2021 ya indicaba que 21 por ciento de mujeres de 15 años y más habían vivido violencia en la escuela en el último año.
Si se analizan las violencias como un fenómeno complejo cuyas manifestaciones se interrelacionan, el acoso escolar supone discriminación e intolerancia hacia la diferencia, así como exaltación de la violencia e incapacidad de resolver los conflictos de manera constructiva. Esto no remite solo al posible impacto de las redes, las narco series o los videojuegos violentos sino también a un ambiente más amplio de tolerancia a la violencia extrema y a la violencia machista; tolerancia reforzada por la impunidad de las violencias criminales e institucionales. En lo cotidiano, remite también a la violencia que se vive tanto en las familias – donde se acalla el incesto y se minimiza la violencia de pareja- como en los barrios, muchos inseguros, controlados o amenazados por criminales. Ni la escuela ni la familia, por tanto, son en sí fuentes únicas de la violencia que despliegan las/os estudiantes: contribuyen (o no) a impulsar o reproducir estas conductas.
Como señala Juan Martín Pérez García, coordinador de Tejiendo Red Infancia, entrevistado para Animal Político (24 de marzo): “El hecho de separar o aislar a los agresores o agresoras con el estigma no ayuda a que se entienda que, además de quien agrede, hay testigos que validan y alimentan los temas de acoso porque se dan dentro de la comunidad educativa”. Esta comunidad educativa, inserta en otra más amplia, incluye a la SEP y tiene la responsabilidad de frenar y prevenir el acoso escolar. El problema no es solo que los protocolos no sirvan o no se apliquen, como también indican Pérez García y otras especialistas entrevistadas, sino que las y los directivos y docentes no tienen apoyo o no el suficiente, además de que pueden ser ellas mismas víctimas de violencia, en casa, en el entorno o en la propia escuela, un problema semejante al de las universidades, aunque en éstas puede ser más complejo.
Aun cuando la violencia extrema no se frene a corto plazo, las escuelas pueden incidir en su propio ámbito para reducir el acoso. Recordemos que existen y pueden adaptarse programas de prevención que, con base en un diagnóstico, integren a las familias y a la comunidad en un proceso de cambio de visión del “otro” y de conductas cotidianas. También hace falta reconocer la necesidad de invertir en una mejor capacitación para el profesorado en términos de prevención de violencia y de educación para la igualdad. En el sexenio de Calderón, desde la UNAM se diseñaron para la SEP unos manuales para prevenir la violencia de género que se usaron en programas piloto y habrían de usarse en todo el país. ¿Qué ha sucedido con ellos, por ejemplo?
Dado que el acoso no se da solo en escuelas públicas y que el futuro de la niñez y la juventud atañe a todos, impulsar la prevención de la violencia desde la primaria, mejorar el entorno de las escuelas en todo el país, debería ser ya una prioridad de la SEP, de las universidades públicas y privadas que cuentan con preparatorias, y de la iniciativa privada.