Por: Griselda Lira “La Tirana”
Dedicado a don Arturo Garrido Obregón y a todos los participantes en las representaciones de la Pasión de Jesucristo en el pueblo de Santa María Nativitas, Hidalgo.
Es de madrugada y se escuchan a lo lejos cuchicheos de personas que vienen caminando por la calle principal, se dirigen hacia la Iglesia del pueblo. Hoy comienzan los ensayos para la representación de la Semana Santa; debo confesar que soy un agnóstico pacífico y que las ocasiones que me he parado afuera del templo han sido para acompañar al candidato en turno y sonreír para la foto porque mi jefe me enseñó que santo que no es visto, no es adorado. Me levanto de inmediato para fisgonear entre las cortinas quiénes son los transeúntes, pero solo logro ver las siluetas de dos hombres jóvenes y algunas mujeres, sus rostros no son del todo visibles, aún está demasiado oscuro y el canto del gallo perturba mi atención.
Soy abogado de oficio, hoy me tocó hacer guardia debido a los festejos en el Municipio; salgo a comer y en la mesa contigua de la fonda escucho a los comensales reír, con ellos está el cronista del pueblo, don Ángel; un hombre autodidacta que sin estudios avanzados de fotografía, sin formación académica y con una piadosa generosidad propia de las almas curtidas en el sufrimiento profundo, en las pérdidas y en las cruces cotidianas, son capaces, por su grandeza humana, de darse sin reservas para honrar a su amado terruño. De lo incomprensible, sacan fuerzas para vivir como las cactáceas sin agua en medio de un desierto.
Don Ángel ha constituido con sus propios recursos un acervo fotográfico del pueblo, ha organizado documentos antiguos, recolectado historias y dirigido el grupo de teatro en la iglesia local, un espacio que data de 1689. No ha sido fácil porque la gente a veces resulta ser muy ingrata, pero él no ha perdido el ánimo después de tantos años. Él sabe que unos se van, otros vienen y algunos regresan como hijos pródigos; así es la vida, un ciclo, una rueda de la fortuna.
Se me ocurre que tal vez yo debía asistir a la iglesia para ser visto, no pierdo nada, al contrario, gano la simpatía del pueblo y de mi jefe al que no le doy gusto con nada solo cuando le llevo a las comidas de los políticos o de los empresarios, unas bailarinas exóticas.
Es Domingo de Ramos, haré la caminata con la gente del pueblo, ya tengo lista mi palma. El agnosticismo me permite la libertad de hacer lo que me dicte el pensamiento, así que daré lo mejor de mi como si fuera un profeta del Antiguo Testamento. Me saluda la gente del pueblo con toda la amabilidad, aún sin conocerme, me ofrecen un vaso con agua y una fruta, una joven me dice que es para quitarme la sed o para prepararme para la vía dolorosa. No entiendo nada, pero la fruta está deliciosa y la joven guapísima. Creo que este teatro me va a gustar.
A la mitad del camino me topo con una excompañera de la primaria, una niña que me gustaba mucho porque olía a rosas frescas, me hizo recordar a mi madre y me avergoncé porque hacía varios años que yo no la visitaba en Tlaxcala, le dejé toda la responsabilidad a mi hermana pensando que en mi carrera no hay ley aplicada hacia mí mismo sino hacia los otros, especialmente a los que no tienen dinero o influencias políticas.
Seguimos caminando; comienza a nublarse, no llevo paraguas y un anciano me da el suyo para cubrirme, él se resguarda bajo su manga pues le toca jalar al burro a donde va el joven que actúa el papel de Jesucristo. En un deja vù me encuentro con Alejo, mi patrón en la maquila antes de que terminara la carrera de abogacía; lo lleva su esposa en una silla de ruedas, no me reconoce, agachando la mirada ante tal escena, aprovecho para leer en el papel de los cantos la frase: porque tuve hambre y me diste de comer. Alejo me dejó vivir en la bodega de la maquila cuando no tenía dinero para una renta.
Es miércoles santo, y yo ya me olvidé de la santidad en los días, la fiesta de la noche anterior estuvo genial, hoy asistiré a la iglesia para que me vean que estoy ahí nuevamente. Una anciana me invita a sentarme en las primeras filas para que me den la unción de los enfermos, sigo sin entender, yo no estoy enfermo, pero las mujeres que organizan asumen que sí, el sacerdote me hace una cruz de aceite y al instante me pongo a la defensiva, qué estoy haciendo aquí, me pregunto; todos se van a reír de mí, mejor me tomo un selfie con una gran sonrisa para mostrar la evidencia a mi jefe, tal vez así me toma en cuenta durante la campaña.
Jueves santo. Me regalaron un pan, un jugo y me invitaron a la representación de la Última Cena, ahí pude testificar el esmero de toda la gente, su solidaridad, la unión incondicional, la dicha que muestran sus rostros por engrandecer a su pequeño pueblo, las miradas inocentes de los niños, el encanto de las hermosas mujeres recién bañadas y oliendo a perfume.
Don Ángel caminaba de un lado para otro, deseaba que todo saliera perfecto, y así fue, entonces supe que era el momento para presentarme como el apoyo del gobierno, pero no les interesó lo que dije, al contrario, las mujeres me pusieron una túnica sin preguntarme y me dijeron “ahorita le conseguimos los huaraches, usted llegó a tiempo, Dios lo mandó, nos faltaban apóstoles”.
Vuelvo al Camino en Viernes Santo, necesito más fotos para que mi jefe se sienta orgulloso de mi trabajo. Debido al gentío llego un poco tarde a la iglesia, en la carrera, me topo con un jinete vestido de soldado romano, el caballo levanta las patas, caigo al suelo y me quedo inconsciente, Don Ángel acude de inmediato para auxiliarme, veo la cara del anciano que me dice, “ánimo, todo está bien solo tienes moretones, no tengas miedo y cuando te toque partir, solo recuerda que así despedí a mis hijos de esta vida, tenían tu edad”.
Atolondrado regreso a mi casa, me quedo dormido perturbado por todas las experiencias en el camino; sueño con las personas que cuchicheaban por la calle aquella madrugada en la que el gallo cantó tres veces, esta ocasión puedo ver la cara de los dos hombres, son los hijos de don Ángel y yo, soy un alma perturbada buscando el reconocimiento en el lugar equivocado: mi propio purgatorio.