Por: Alejandro Ordóñez
En las noches de Luna
Para El Capi, Luna, Tobimaru y Dexter
Era una región humilde, asentada entre altas montañas. Las familias criaban ovejas, cabras y chivos, así que todas las mañanas llevaban a sus rebaños a los pastizales que colindaban con los bosques. Los domingos, después de misa, vendían a los turistas quesos que preparaban con leche de cabra, así como suéteres, capas y otras prendas de ropa -que tejían con lana cardada-.
Con limitaciones, pero la gente vivía feliz; cada familia era dueña del terreno donde construía su choza y corrales para los rebaños, así como de solares para sus huertas y hortalizas. No obstante, había un peligro que no dejaba de preocuparles: los temidos lobos. Sin depredadores en la comarca se multiplicaban sin control y su atrevimiento era cada día mayor. Decían los viejos que en los tiempos de su juventud había pocos, sólo atacaban a los borregos que se separaban del rebaño y eventualmente se acercaban a los caseríos en busca de algún animal distraído; pero eso fue hace años -repetían-, porque ahora se habían vuelto insolentes y atrevidos, los perros que custodiaban los corrales tenían que estar alertas para dar la voz de alarma y los campesinos dormían con la escopeta -cargada- pegada a su cabecera, listos para salir a ahuyentarlos.
Las fieras habían llegado al extremo de atacar a las jaurías, en busca de alimento, al paso que iban terminarían por comerse también a los canes. Había algo que les preocupaba más: los niños y las mujeres. Por costumbre y para ayudar a la economía familiar, los hijos llevaban a sus rebaños a apacentar en las verdes praderas y como cada uno tomaba su propio rumbo, era en verdad difícil que se pudieran ayudar en caso de un ataque, así que optaron por juntar todos los hatos, y por ahí se iban, sin separarse, los pastorcitos y sus cuadrillas de perros, acompañados por un par de adultos, armados con carabinas o escopetas.
Una mañana, al salir de misa, abordaron a don Ramón, que por ser el hombre más viejo del pueblo era respetado, venerado y sus consejos escuchados por la gente. ¿Qué podemos hacer?, preguntaron, ayer no sólo se llevaron tres ovejas, de no haber sido por la buena puntería de Miguel, se habrían comido también al niño de Lupe. Don Ramón, un viudo que vivía acompañado sólo por sus animalitos, se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.
Organicemos una batida nocturna, contestó. Pongámonos de acuerdo con los habitantes de los pueblos vecinos. Los atacaremos por tres flancos, dejaremos descubierto el camino que va hacia los bosques para que huyan, porque si no tienen una vía de retirada defenderán su vida con extrema fiereza. Que cada hombre vaya armado con una carabina, escopeta o al menos con machete, habremos de llevar suficientes antorchas para iluminar el camino y espantarlos. Faltan cinco noches para la luna llena, cuando los lobos se vuelven más feroces y el astro ilumina la campiña -algo que nos favorece-; además, es tiempo suficiente para planear la emboscada. Cuando abandonen el bosque y se acerquen a los corrales lanzaremos un cohetón que en el silencio de la noche se escuchará por todos los rumbos. Será la señal para iniciar el ataque.
Organizaron las brigadas, las armas, las jaurías. A un costado de don Ramón, su perra consentida parecía pasar lista de presente a la cuadrilla. La llamó Luna porque llegó al jacal una noche en la que el astro brillaba con todo su esplendor; al verla, las cuadrillas la atacaron, de no ser por la oportuna intervención del anciano la hubieran mordido y dejado a merced de las fieras. Venía desorientada, temerosa, era probable que gente de la ciudad la hubiera abandonado por aquellos parajes, comentaba el viejo. Había algo seguro, era una perra citadina, de modales y gustos refinados, pero como a buena hambre no hay mal bocado, se adaptó a la vida del campo y pronto se convirtió en líder de sus compañeros.
Aguantaron la respiración y se tragaron su miedo al ver bajar a esas decenas de ojos que lanzaban destellos feroces. Dejaron atrás el bosque, entraron confiados a la planicie, más cuando estaban a punto de llegar a los corrales se escuchó el zumbido de un cohetón que ascendía veloz al firmamento, dejando una estela de fuego; luego el potente estallido y una lluvia de chispas se desplomó sobre los lobos, quienes se descontrolaron ante ese hecho inesperado; se prendieron teas cerca de ellos, se escucharon silbos y gritos salvajes de los campesinos, como los que habrán lanzado los guerreros mexicas cuando se enfrentaron al invasor asesino, sonaron balazos y el zumbido de los machetes al cortar las cabezas o al morder las carnes de sus enemigos. Los más valientes, los que venían de avanzada -pensando que la lucha sería cuerpo a cuerpo-, se fueron contra los hombres, sólo para enfrentarse con teas ardientes que les clavaban en los ijares, en el hocico y en los ojos, dejándolos ciegos y a merced de los perros que se cobraban viejas afrentas y humillaciones.
Al olor de la chamusquina de ese pelambre se unía el de la sangre que encharcaba el suelo y el de la pólvora de carabinas y escopetas. A los gritos amedrentadores de los campesinos se unieron pronto las exclamaciones de dolor de los animales heridos o quemados. El macho alfa ordenó la retirada, huyeron hacia el sur, pero ahí también los aguardaba un cohetón que cruzó el firmamento anunciando nuevos y crueles ataques. Por fin comprendieron que el bosque era su salvación, pero hasta ahí fueron perseguidos por los campesinos, decididos a no darles tregua ni armisticio y para alejarlos lo más posible de aquellos pagos. Ya en la espesura de la campiña, en pleno territorio enemigo, Luna no se separaba de don Ramón, con la intención de protegerlo, de pronto escuchó débiles chillidos, gemidos que llamaron su atención; tanto, como para abandonar por un momento a su amo.
Descubrió que los lamentos provenían de una oquedad, de seguro el cubil de una loba, era arriesgadísimo meterse ahí; la madre, al ver en peligro a sus lobeznos sería capaz de dejarse matar antes de permitir que alguien les hiciera daño. Luna se acercó prudente, los chillidos aumentaron, pero no le pareció que hubiera un animal adulto. Entró al nido con cautela, un pequeño lobezno -a punto de desfallecer-, lloraba desconsolado, lloraba de hambre, de frío y de miedo. Antes de acercarse al crío se revolcó en el suelo para impregnarse con el olor de la madre. Se echó a su costado, lamió su cuerpo y con el hocico lo acercó a una tetilla.
El pequeño, caliente por la proximidad del cuerpo de la perra y saciada su hambre, se quedó dormido. Luna dudaba, lo más probable era que la madre no tardara en regresar, a no ser que hubiese muerto. ¿Y por qué un solo cachorro? Se preguntaba. ¿Sería que salvó a los más aptos y abandonó a su suerte al que consideró el más débil? Su instinto le decía que ya había cumplido, ahora tenía que irse cuanto antes para no exponer su vida. Se alejó un poco del crío, pero éste soltó un chillido. Un ruido proveniente del exterior la puso alerta.
Don ramón era hombre prudente, discreto, poco dado a celebrar de forma vehemente sus triunfos, pero esa victoria lo envaneció, habían pasado de ser víctimas a verdugos; además, por qué no decirlo, suyas habían sido la táctica y la estrategia de esa apabullante victoria; sin embargo, al volver a su jacal notó, por primera vez, la ausencia de Luna. La llamó con voces quedas, luego más altas, salió al patio y gritó su nombre hasta desgañitarse. Los otros perros lo veían y a su manera le hacían sentir que no había vuelto.
Armado con su escopeta regresó sobre sus pasos, a cada cuerpo que hallaba se agachaba para reconocerlo, con el temor y la esperanza de que fuera su querida Luna. En esa cruenta batalla no se podía descartar nada, que la hubiesen matado los lobos, que en la refriega le hubieran dado un machetazo o recibido un balazo. Volvió a su choza, se sentó en la silla que tenía al lado de la puerta y se soltó a llorar. Mediaba la mañana cuando la jauría, ladrando alegremente, se echó a correr rumbo a la llanura, el viejo se preguntaba qué estaría ocurriendo, pero como estaba casi ciego no comprendió hasta que tuvo cerca a esa tropa que alborotada rodeaba a Luna, bendito Dios, se quitó el sombrero, se santiguó y rascó la cabeza. ¡Sí, era ella!, pero traía algo en el hocico, ¿qué podía ser? Llegó a los pies del amo, orgullosa soltó su preciada carga, como si le llevara un regalo. Un lobo, se dijo a sí mismo don Ramón. Un cachorro que crecería y se convertiría en una fiera. El enemigo en casa, pero Luna ya había puesto una pata sobre un brazo del anciano y con su mirada tierna lo animaba a acariciar al lobezno. Lo cargó para complacer a su mascota, lo acarició y lo fue a depositar en la caja donde la hambrienta hija de Luna esperaba ansiosa a su madre.
El operativo, como lo llamaron los campesinos, resultó un éxito. Sí, se les seguían perdiendo algunos animales, pero no era nada como para espantarse; de algo tenían que vivir, -con la sabiduría de la gente del campo- pensaban que era ley de la naturaleza y nadie podría cambiarla; además habían quedado mermados y tardarían años en recuperarse. Algo que llamó la atención fue que al único que nunca volvieron a comerle una oveja, fue a don Ramón; la manada dejó de invadir su territorio. Hubo, eso sí, un fenómeno que se repitió cada noche. Cuando la luna estaba en lo alto se escuchaba un aullido, pero no era agresivo, ni formaba parte de un cortejo de apareamiento. Era un grito desesperado, como si fuera el llamado de una madre que busca a su hijo. Mientras tanto, el lobezno y la hija de luna se habían convertido en verdaderos hermanos, habían dejado de ser dos indefensas criaturas, ahora jugaban, luchaban, se correteaban, disfrutaban a plenitud la vida. Era noche de plenilunio, Luna tenía varios días sin jugar y sin buscar los cariños de su amo. Se escuchó el aullido, la perra entró al jacal, despertó al lobezno, le ordenó que la siguiera, don Ramón descansaba en su silla, a un costado de la puerta. Los vio salir, el cachorro caminaba inseguro, un par de pasos atrás. Cruzaron la pradera, se internaron en el bosque; temió por sus vidas. Las fieras siempre reaccionan según su naturaleza.
El cachorro temblaba de frío y también de miedo, nunca había estado fuera del jacal -por las noches-, ni se había internado en esos parajes que lucían lúgubres y aterradores. De pronto aparecieron esos ojos que tenían un brillo siniestro. Primero fueron los de un lobo, luego se fueron acumulando y en ese momento los seguían no menos de veinte pares de ojos. El pequeño lloriqueaba y hacía intentos por regresar. Una ráfaga de viento deshilachó las nubes, se iluminó la campiña. Como si hubieran recibido una orden, los miembros de la manada pegaron el pecho al suelo y hundieron el hocico en la maleza, como símbolo de sumisión. Apareció la hembra alfa, luciendo su esplendor y poderío. Miró a la perra, pero más que nada al lobezno. Luna enterró también la cara en la yerba. La loba la olió, se desentendió de ella, caminó hacia el tembloroso crío, lo olió, lo lamió, soltó un gemido mitad dolor, mitad gusto; había reconocido a su hijo, algo removió la memoria de la criatura porque también recordó a su madre. Se lamieron, se olfatearon, pronto invitaron a la perra a unírseles en el ceremonial; lloraba la loba, lloraba el lobezno, también Luna.
Amanecía, la loba acompañó a la perra hasta la orilla del pastizal y después de muchas muestras de cariño se separaron.
Llegó el siguiente plenilunio, a pesar de haber recuperado a su hijo se volvieron a oír los aullidos de la loba. En cuanto Luna los escuchó salió corriendo rumbo al bosque. Se vieron fijamente, expresaron su gusto, se lamieron, untaron sus cuerpos para impregnarse con sus olores y sabores y poder guardarlos en su memoria, jugaron a ser cachorros, corría Luna y la loba alfa la alcanzaba, se tiraban al suelo, se revolcaban, se mordisqueaban, después cambiaban papeles. La escena se repitió muchas veces, como si el tiempo no pasara por ellas, hasta que una mañana don Ramón escuchó que Luna se quejaba, la cargó, comprendió que había llegado su fin, la acarició, la besó y le dio las gracias por tanto amor que había llevado a su vida, la perra no paraba de lamerlo, cuando lo hizo don Ramón comprendió que había partido.
Pasó casi un mes para el siguiente plenilunio, don Ramón escuchó los aullidos, comprendió que la loba ignoraba lo sucedido y de seguro se extrañaría por el repentino abandono de su amiga, pero en ese momento Lunita, hermana de leche del lobezno, salió corriendo y no se detuvo hasta llegar a los linderos del bosque, por fortuna la loba aguardaba ahí. Le gruñó a esa desconocida, se mostró hostil, ¿qué, creyó que podía invadir ese territorio sin su permiso? Se acercó, percibió un aroma conocido, untó su cuerpo al de ella, la lamió, supuso que sería hija de su amiga, pero, ¿qué hacía ahí? De pronto comprendió todo, su benefactora, la que auxilió y mantuvo vivo a su hijo se había ido, se abrazaron, lloraron larga, tristemente.
Volvieron a unir sus cuerpos, a lamerse con cariño, amanecía cuando pusieron punto final a esa larga y definitiva despedida. Llegó al jacal, don Ramón dormía, con sigilo -para no despertarlo-, se acostó a su lado, recargó su cabeza en el hombro del viejo y lloró en silencio.
Ciudad de México, abril del 2023.