Por Alejandro Ordóñez
Para Rubén Olivares, gran gloria nacional, verdad de Dios
Nacimos en la posguerra. Nos criaron libres como bandera al viento, como papalote en una tarde de verano, con el sol en la cara y la lluvia en el cabello. Somos una generación que creció en la calle, donde bastaban dos para jugar coladeritas; tres, el que mete su gol para; y cuatro para un tochito o una cascarita de fut. No había narcos, ni asesinos; ni siquiera policías, salvo el velador que montado en la bici sonaba su silbato por las noches. Vivimos sin súper héroes ni amos del universo, pero eso no evitó que tuviéramos nuestros ídolos populares; y aunque San Miguel Chapultepec fuera un barrio fresa, muchas noches nos acercamos a esa caja de madera repleta de incandescentes bulbos para escuchar las más de 30 peleas que sostuvo el Ratón Macías, y lloramos con él -y por nosotros- cuando Halimi nos derrotó después de 15 rounds. (Ni el manager ni la virgencita nos salvaron). Chin, pus ya ni modo.
Luego admiramos a José Toluco López, ese formidable fajador analfabeto a quien la gente amaba sin importar que ganara o perdiera y que en una pelea recibiera fuerte golpe en el estómago que lo hizo vomitar sangre. Ante el temor de que el ídolo muriera, subió el médico del ring, olió el fétido líquido, cruzó algunas palabras con José y concluyó que el campeón había vomitado algunos litros del curado de pitahaya que había ingerido horas antes, pues solía pelear borracho o crudo. Siguieron el Pajarito Moreno y el inolvidable Huitlacoche Medel. Descubrimos a Olivares, el gran Púas, aquel que exigiera un lugar en la Rotonda de los Hombres Ilustres, sitio que por supuesto le corresponde, porque hizo más por el deporte mexicano que esos burócratas de medio pelo que han usufructuado su hueso con más pena que gloria.
Acostumbrados a héroes analfabetos nos sorprendió la llegada de un ilustrado mastodonte que volaba como mariposa y picaba como abeja, que derrotó a los mejores boxeadores de su época (Liston, Frazier y Foreman, entre otros), y se dijo orgulloso de su negritud, que aseveró ser el más guapo y el que mejor cantaba -si lo duda escuche su versión a “Stand by me”-. Que su mejor batalla la libró contra el Tío Sam cuando se negó a ir a la infame guerra de Vietnam y que tirara al río su medalla olímpica de oro para desagraviar a sus ancestros esclavos. Muhhamed Alí, el activista defensor de los negros y las minorías raciales, el que luchó contra las drogas y cambió su nombre. Alí, cuyo ejemplo de dignidad y de congruencia lo acercan a hombres como Martin Luther King, ni más ni menos. ¿Podría pedírsele algo más a un campeón?