Por Mónica Teresa Müller

Se sentó a mi lado. Su voz tenue hizo que le dedicara especial atención. Asía un papel numerado. “Dios quiera que me otorguen el préstamo”, dijo y se persignó. Una vincha con adornos relucientes sostenía el pelo cano, largo hasta casi la cintura. Sonrió como si me conociera desde siempre. Su mano sobre mi falda hizo que la sintiera como una caricia necesaria. “¿Sabe doña?”, comentó al tiempo que giraba el cuerpo para que quedáramos enfrentadas. Moví la cabeza, negando. “Mi viejito está muy enfermo y no lo puedo atender.

Necesito que alguien me ayude, y tiene que ser una enfermera, pero cobran mucho ¿sabe?”

Se me estrujó el corazón. Ella siguió contando su historia con un tonito pausado y adorable. “Los dos cobramos una jubilación. Trabajamos cuarenta años…Jesús…cuántas luchas…Y ahora no nos aumentan. Somos carne para los chanchos ¿sabe?”

En la entidad bancaria, no existíamos. Semejábamos dos cosas que esperaban la buena voluntad de algún empleado que se dignara atendernos. “Mire doña, ese que está en la puerta es mi hijo”. El hombre de larga melena, amarillenta en las puntas y atada con una tirita de cuero, bamboleaba al endeble cuerpo sostenido por las piernas en postura arqueada. No pude negar que era una copia indudable de su madre.

El número de la mujer apareció en la pantalla. Ambos se acercaron al escritorio.

Yo estaba de frente. Por alguna causa pude escuchar lo que el empleado bancario les explicó. “La cantidad que piden es imposible otorgarla por el monto de su jubilación y los intereses que se suman”. Madre e hijo empalidecieron. “Sabe, joven, él tiene que comenzar con quimio, hasta ahora, cuida a nuestro viejito”. La voz se le quebró. “La Obra Social no se ocupa de los cuidadores como antes, todo ha cambiado”. El empleado bancario agachó la cabeza, con seguridad imaginó ahí las figuras de sus padres y sus voces como lamento.

“Bueno, muchacho, deme lo que se pueda”, aclaró la mujer, al tiempo que sus manos tomaron del empleado, la que sostenía la lapicera. “Diosito lo va a ayudar”, agregó mientras las lágrimas le nublaron la vista.

No pude quedarme sentada. Sentí retumbar la palabra injusticia que se desvanecía sin encontrar quien la escuchara. “Haga más de lo que pueda, por favor. Las manos que firman la aceptación de las buenas obras, suelen ser guiadas por la esperanza”, le susurré.

El joven se quitó los anteojos y los acomodó sobre el escritorio. En un instante lo vimos caminar hacia una oficina en cuya chapa indicadora se leía: “Contador”.

Los minutos parecieron horas. El bullicio de la sucursal bancaria se eclipsaba por la inquietud que sentíamos. Mientras miraba las agujas del reloj e imaginaba la difícil situación que estaría viviendo el empleado, yo pensaba la forma de ayudarlos si se les negaba el préstamo.

No bien asomó la figura de la oficina de contaduría, nos miramos. Se sentó y llamó a la señora. Madre e hijo se acercaron al escritorio.

“No voy a dar vueltas”, explicó. “El contador sabe de qué se trata y autorizó el capital que solicitan…”, con la voz como un suspiro, continuó: “… la esperanza genera milagros, él hace unos días que comenzó con el mismo tratamiento que su hijo”.