Por: Alejandro Ordóñez
Éramos tres amigos, íbamos por nuestra segunda caminata al Santuario de Chalma. Lo hacíamos por devoción y una larga tradición nacional, porque son miles los creyentes que van al santuario. Llegan en autos o en caravanas de autobuses o bicicletas; otros hacen la peregrinación a pie, sobre distancias que van de sesenta a cien kilómetros, durmiendo a la intemperie en un ambiente frío que se acentúa por las noches. Hay que caminar -mochila al hombro- sobre veredas que toman distintos rumbos hacia las montañas, entre tupidos bosques de pinos que impiden el paso a los rayos del sol y a menudo desorientan a los peregrinos que remontan cuestas empinadas o descienden por sufridas barrancas, con riesgo de extraviar el rumbo y de internarse por regiones inhóspitas. Partimos sin guía, confiados en que el primer recorrido bastaría para aprender la ruta, no obstante que hasta los más experimentados peregrinos se preocupan por los peligros que acechan a lo largo del camino. Terminaba el cuarto día, teníamos horas de no saber dónde estábamos; oscurecía, rodeados por altos riscos veíamos crecer las sombras de la tarde y aunque no había viento los árboles danzaban sin moverse de su sitio, agitando sin cesar sus troncos y ramas. De todos los peligros, nos advirtieron de uno muy grave: el Cerro de las Brujas.
Debíamos evitar que la noche nos alcanzase ahí porque estaríamos en grave peligro. A lo lejos una neblina azul se dirigía hacia nosotros y no sabíamos si las rocas que se alzaban hacia el horizonte formaban parte de ese malhadado cerro. Perdida la vereda habíamos caminado por aquellos páramos, sin rumbo fijo, y ahora descansábamos al costado de una gran roca cuyos contornos semejaban a un hombre sentado en el suelo, que parecía llorar, pues en sus ojos brillaban dos gotas de agua.
Nadie se quejaba, pero las miradas y tonos de voz delataban miedo, en vano buscábamos la solución a un problema que rebasaba la poca experiencia que teníamos como exploradores. De pronto lo descubrimos, estaba a unos metros, nos veía con curiosidad, sin atreverse a interrumpirnos. Sus huaraches, ropa blanca de manta, sombrero de palma y morral nos hicieron ver que era un campesino. Caminamos hacia él. Se quitó el sombrero, con la mirada perdida en el suelo preguntó qué hacíamos ahí a esas horas, cuando faltaba poco para la noche; tendríamos que salir de inmediato y volver a casa. Le dijimos que no podíamos, íbamos a Chalma, teníamos una manda que cumplir y habíamos perdido el rumbo. Nos pidió que lo siguiéramos y a pesar de ser un anciano impuso a la marcha un ritmo que nos obligó a correr durante largos tramos.
Estaba oscuro cuando llegamos a lo que el buen hombre llamó su casa. Un pequeño jacal donde no cabríamos los cuatro, así que nos dispusimos a dormir a campo abierto; prendimos una fogata para preparar los alimentos y darnos un poco de calor en aquella noche helada. Terminada la cena el viejo armó un cigarro de hoja y sin más luz que la de aquellas ascuas comenzó su relato:
Eran tiempos en que los demonios andaban sueltos por estas tierras. Había caído Tenochtitlan. El emperador Cuauhtémoc estaba preso y su esposa era regalada a un capitán. Los hombres barbados -sanguinarios y crueles- violaban a las mujeres y esclavizaban a hombres y a niños. Los tatas comprendieron lo que ocurriría si no se levantaban en armas. Malinche -decidido a terminar con la insurrección-, mandó a sus teules montados en bestias y a docenas de tlaxcaltecas, a darnos caza, pero ni ellos ni sus aliados conocían estos parajes e ignoraban nuestras creencias, por lo que se fueron internando entre las montañas, azuzados por los tatas que se escondían de día, salían por las noches a soltarles vara y flechas, luego huían. Un amanecer, cuando todo parecía tranquilo y los enemigos creían que tendrían reposo, llegaron los nuestros con flechas incendiarias. Los españoles vieron puntos rojos parecidos a luciérnagas que brotaban de entre los árboles y en vuelo veloz llegaban a su campamento, causando muerte y desconcierto entre los hombres y las bestias.
A la noche siguiente pusieron más velas y redoblaron sus esfuerzos. No lo sabían, pronto lo comprenderían. Estaban en el Cerro de las Brujas y al ver las chispas que éstas desprenden cuando vuelan hacia el firmamento creyeron que se trataba de un ataque, así que ordenaron a la carga y se internaron entre las peñas. A la mañana siguiente reinaba la paz en nuestro territorio, no quedó un español, un solo tlaxcalteca, un caballo… Cuando Malinche sospechó que algo malo ocurría envió espías quienes le informaron que su ejército había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. No había muertos, heridos o prisioneros, ni siquiera restos de ropa o armas tiradas. Pacificada la tierra llegaron frailes agustinos a catequizarnos. Nos creyeron evangelizados pero una noche siguieron a algunos indios hasta una cueva donde se veneraba a Oztotéotl o Dios de las Cuevas, como era conocido entonces. Observaron cómo sacrificaban a varios jóvenes porque Oztotéotl era un dios insaciable y sanguinario que exigía su tributo de sangre humana para no acabar con el resto de los hombres. Los agustinos huyeron espantados ante tanta crueldad, pero volvieron al otro día con la intención de destruir al Dios de las Cuevas, más al llegar encontraron al ídolo derribado y a su costado un Cristo Negro, al que dejaron en la cueva hasta que le construyeron un templo y lo trasladaron a él. Santo Señor de Chalma le llamaron, que viene de los vocablos nahuas: chall, boca y maitl, mano, por lo del acto de santiguarse.
Pero si el Dios de las Cuevas era sanguinario y cruel, el Señor de Chalma es duro y exigente con sus devotos, no admite vacilaciones, dudas, reproches, arrepentimientos o promesas incumplidas. Las veredas que llevan al santuario están llenas de hombres que fueron convertidos en piedras porque se quejaron de las dificultades que hallaban en el camino; por eso almas piadosas ruedan algunos metros esas grandes rocas con la esperanza de que algún día lleguen hasta el templo, cumplan su manda y les sea retirado el castigo. Hoy nadie sabe a ciencia cierta dónde está la cueva en que fueron hallados Oztotéotl y el Santo Señor de Chalma, por más que los clérigos inventaron un lugar para los crédulos. Se cuenta que su entrada está sellada y sólo se abre para permitir el paso a los que habrán de ser sacrificados o a los elegidos. El tiempo siguió transcurriendo y los desaparecidos aumentando, sin que volviera a saberse de ellos. Hace algunos años llegaron a esta tierra hombres armados que andaban a la caza de unos guerrilleros. Derribaron a culatazos las puertas de los jacales, violaron a las mujeres, los hombres y los niños fueron golpeados, los ancianos vejados, hasta que los vimos perderse rumbo al Cerro de las Brujas, de donde nunca salieron, ni se volvió a saber de ellos. Y ahora duerman, dijo aquel buen hombre, porque mañana les espera un día muy pesado.
Despertamos con los primeros rayos del sol. El campesino había desaparecido. Su jacal estaba en ruinas, el techo derruido, en las paredes faltaban tablones y el aire circulaba por entre los huecos. Comprendimos que aquella choza tenía deshabitada muchos años. Reiniciamos el camino. Subimos y bajamos sin rumbo cierto hasta que nos ganó la noche; poco antes volvimos a encontrarnos con los árboles danzantes; luego las aguas del arroyo que corre por ahí empezaron a desprender fosforescencias diabólicas; una neblina azul que resplandecía en la oscuridad nos envolvió y al deshacerse en jirones nos permitió ver las chispas rojas que desprenden las brujas cuando remontan el vuelo. Empezó a tronar el cielo, el firmamento se llenó con las electrizantes luces de los relámpagos, los rayos caían sobre los pinos del derredor, dejando largas lenguas de fuego. Primero fueron unas cuantas gotas de lluvia, luego la tormenta se nos vino encima y era tan tupida aquella cortina de agua que nos cegaba y cortaba la respiración. Siguió una granizada, aquellas bolas de hielo nos golpeaban inmisericordes las orejas, la nariz, las manos, el cuello, provocando un dolor insoportable que se agudizaba a causa del frío, mientras el páramo se vestía de blanco.
Comprendimos que no podíamos quedarnos a la intemperie, moriríamos de hipotermia si no encontrábamos pronto un refugio.
Remontamos los riscos y cuando nos ganaba la desesperación descubrimos la enorme boca de una cueva. Hubiéramos podido guarecernos a la entrada, pero el viento gélido corría haciendo remolinos así que sacamos las lámparas de las mochilas y nos adentramos por aquella gruta en busca de abrigo. Caminamos durante horas y si no nos detuvimos fue porque alguna fuerza nos obligaba a seguir adelante. De pronto -a pesar de la herrumbre-, bajo la luz de las lámparas brillaron -dispersos por aquí, ora por allá- petos, espaldares y yelmos de antiguas armaduras castellanas, espadas toledanas, estribos y bridas; huaraches y prendas acolchadas de algodón, junto a macanas de madera con agudas puntas de obsidiana, entremezcladas con armas de fuego de grueso calibre, bayonetas, cascos y modernos aparatos de radiocomunicación. Llegamos a una amplia galería, con techo alto.
Saltamos de miedo y las lámparas se nos escaparon de las manos al ver, en medio de aquel recinto, al ídolo siniestro que representa al Dios de las Cuevas, quien parecía mirarnos severamente sobre sus piernas cruzadas; la enorme piedra de los sacrificios, con una pequeña cavidad donde depositan el corazón de las víctimas y un canal tallado sobre la plancha que llega hasta una orilla donde hay un cuenco para recibir la sangre humana. Debajo del ara, un pedestal sostiene a todo el conjunto. Un pedestal de piedra en forma de cruz y en ella, esculpida la figura sangrante, doliente, ya sin vida, de Cristo, cuyas rodillas flexionadas han dejado de sostener el peso del cuerpo, la barbilla clavada en el pecho de ese Jesús que se nos ha muerto. Oztotéotl y el Cristo Negro unidos para siempre por el sincretismo religioso. Están ahí el dios despiadado que exigía sacrificios humanos para proteger al resto de los hombres y el dios que escogió ser víctima propiciatoria para salvar a la humanidad; y en esa unicidad del universo, podríamos decir, sin ser blasfemos: El Santo Señor de Chalma… y también de las Cuevas. Caímos de rodillas, sabedores de que la muerte estaba próxima, incapaces de pronunciar sonido por la garganta, podíamos escuchar nuestros pensamientos. Pedimos perdón por la profanación de ese lugar sagrado.
Perdón por nuestros pecados y las faltas cometidas. Dijimos a Oztotéotl que lo amábamos y lo respetábamos porque fue amado, respetado y venerado por los antepasados, los hombres y mujeres de la tierra, los hombres y las mujeres del maíz, y porque al hacerlo honramos y veneramos al Santo, Santo Señor de Chalma. Prendimos unos cirios pascuales que había a los costados de la cruz, tomamos un brasero, encendimos los carbones que estaban ahí, quemamos copal, incienso y mirra; levantamos el brasero y dirigiéndolo hacia los cuatro puntos cardinales sahumamos aquel santo recinto. Nos santiguamos, cogimos las puntas secas de unas pencas de maguey, nos pinchamos los pulgares hasta que gruesas gotas de sangre salieron de ellos y humedecieron el ara donde se depositan los corazones de los sacrificados. Supusimos que nuestras faltas habían sido perdonadas y podíamos continuar la ruta. Tomamos las mochilas, recuperamos las lámparas, apagamos los cirios y reemprendimos el camino seguidos por los aromas que brotaban del sahumerio. Vi mi reloj, teníamos doce horas deambulando por aquellas cavernas, el frío había cedido y el calor nos hacía sudar. Se terminaron las baterías de las lámparas, en medio de la oscuridad reiniciamos la peregrinación tomados del cinturón del que venía adelante. Nuestras cabezas chocaban con los techos que de pronto perdían altura, las heridas empezaban en la frente y llegaban al cuero cabelludo. Los codos, las muñecas, los nudillos y las rodillas escocidos por los constantes roces con las aristas de las agudas rocas y las caídas al tropezar con los pedruscos que había esparcidos en el suelo. La cueva dio una vuelta cerrada y terminó la oscuridad porque llegamos a una galería alumbrada con la tenue luz del sol que se filtraba por algunos orificios que había en la bóveda, vimos un arroyo de aguas frescas y cristalinas, bebimos de él y al levantar la mirada descubrimos las largas raíces del ahuehuete sagrado, firmemente adheridas a las paredes de la gruta, estábamos en el nacimiento del manantial bendito. Proseguimos el viaje, una neblina azul nos envolvió como si se negara a dejarnos en libertad. Una blanca luz cegadora la hizo jirones. Un aire tibio con olor a flores y a hierbas silvestres inundó el ambiente. Un grupo de danzantes hacía sonar las conchas que adornaban sus tobillos y sin poderlo evitar nos unimos a esa sacra procesión… Un alma piadosa nos adornó las sienes con coronas de flores blancas que pronto se tiñeron de rojo por la sangre que brotaba de las heridas; y nosotros, como santocristos, recorrimos los cuatrocientos metros que separan al panteón, del santuario, llegamos hasta el altar mayor donde se custodia al Cristo Negro, al Santo, Santo Señor de Chalma, gruesas gotas de sangre oscura salpicaron las baldosas del templo. Nos hincamos, besamos el piso del recinto y sin pronunciar palabra lloramos, lloramos, lloramos…