Por: Griselda Lira “La Tirana”

Con que a mí no es bien mirado
que como a mujer me miren,
pues no soy mujer que a alguno
de mujer pueda servirle;
y sólo sé que mi cuerpo,
sin que a uno u otro se incline,
es neutro, o abstracto, cuanto
sólo el Alma deposite.
Romance 48- Sor Juana

Las mujeres y los hombres libres no reclamamos a las leyes de equidad porque no queremos caer en la sutil trampa de la discriminación, ni tampoco ansiamos ejercer distanciamientos sexuales o mentales con los hombres que amamos, a su vez, ellos con nosotras; los esclavos, sí necesitan un amo, por lo tanto, para el bien de todos, según el orden del Estado, debemos concederles un talismán que los sostenga, mientras aspiran a la libertad.

El Chinaco se acerca sigiloso a la mesa contigua, escucho las espuelas tintinear sobre el piso de piedra, pero trato de no observarlo pues todos saben que es un bandido; sin decir una palabra, me da la espalda y pide a la mesera un aguardiente.

La alocución es la reunión de las sustancias, el delirio de la fusión.

– “¡Despierta, niña! de tanto leer tus historias de la independencia te has quedado dormida en el sofá favorito de don Enrique, él no tarda en llegar y sabes que el viejo no le permite a nadie estar en su biblioteca. Anciano gruñón, mal encarado y grosero; desde hace tiempo quiero dejarlo, cada día está más amargado y a mí, ya no me rinde el salario miserable que me paga, me debe seis meses de corrido, no sé qué está pensando”.

Años de incomprensión e injusticia brotaron en su rostro y yo debía poner remedio; en mi ensoñación seguía pensando en Astucia y en los hermanos de la Hoja.

Me gustaba verte desde el roble de la casa chica, tú no eras en mi ilusión infantil el anciano amargado, eras Platón, Dante, Safo, Cervantes, Víctor Hugo, Shakespeare, San Agustín o Sor Juana; eras mi superstición, una quimera constante que me perseguía como embrujo; siempre quise que tú me notaras y para sentirte junto a mí esperaba a que tú salieras de esa biblioteca, de ese encierro asceta que te hacía más deseado y divino.

Fingiendo que limpiaba los cuartos, entraba a oler tus libros, a sentirlos, a leerlos, a vivirlos; los metía en mi pecho, cerca de mi corazón, los llevaba hacia mi sexo para que después, a la hora en que tú los abrieras, tú me vivieras a mí, me sintieras y reconocieras mi olor como tierra húmeda después de la lluvia o como tu semental favorito exhala por una yegua en celo.

A mis veintiún años cumplidos que nadie recordó sino tú, apareció sobre mi almohada “El hijo del silencio” de Ella Gedovius; habías comprendido el mensaje de mi párvula y escuálida condición social tras años de perseguirte; y así comenzó un romance, los dos nos olvidamos de las edades, de los géneros y de la condición social, nos hicimos uno en cada poesía y ni siquiera Apolo pudo curarnos de esta vergüenza divina llamada Amor.