Por: Mónica Teresa Müller
La mujer oyó murmullos, luego gemidos contenidos, después el llanto de una niña. No supo qué hacer. Era meterse en la vida de los vecinos del fondo sin que la llamaran.
Desde el galpón que lindaba con el paredón de atrás de su jardín, los llantos en horas de la siesta, abundaron. Entonces, decidió subirse a una silla y mirar. Su carne tiritó y el frio del dolor no pidió permiso. La niña y el hombre; la hijastra y padrastro…y la vida de mierda. La mudez de la impotencia acribilló al grito.
Esperó a la vecina, a la madre que ignoraba y creía en una paternidad fingida. Le contó, le dijo que su hija la necesitaba, que la escuchara, pero le cerró el portón después de escupirle en la cara.
Los golpes en la puerta de su casa, la despertaron. Era de madrugada y los dos niños dormían. Observó por la mirilla y continuó a oscuras como se había levantado. El vecino de atrás y otros dos hombres aguardaban en el porche. Sintió pánico. Trató de no hacer ruido.
“Las cuenteras pagarán con lo que más quieren”. Arrancó el cartel pegado en la puerta antes que lo vieran sus hijos y los llevó a la escuela, la misma a la que asistía la vecinita.
La mañana fue una tortura. Se decidió, buscó a la Asistente Social. “Tiene que hacer usted la denuncia, es la persona que los vio. “, y sintió bronca…y mucha. La Asistente quedó pensando. “Haré por mi lado una presentación del caso, para que se oficialice por aquí.”
La desesperación castigaba a la decisión de cumplir con la verdad. Sabía que debía proteger una vida, pero no desconocía que sus hijos estaban en peligro, tampoco ignoraba quiénes eran los dos hombres que acompañaban al padrastro.
A los dos días, al ir a la escuela a retirar a sus pequeños, reparó que la mamá de la nena hablaba con la maestra, y luego se despedían.
La tía de la niña se lo dijo y fue un dolor compartido. Todos sabían, pero el miedo actuaba como cómplice imperdonable del horror. “Se van esta noche, se la llevan a Santiago. No sé qué hacer…”. Se desesperaron. El horario imposibilitaba toda comunicación y los autos en las puertas de sus casas significaban el final.
La niña, la madre y el padrastro caminaban por el andén. Parecían ser una pareja que salía de viaje con su pequeña.
Los viajeros subían a los distintos vagones según les indicaban los pasajes. La amplitud de la estación de trenes y la cantidad de pasajeros, ocultaban a los personajes de la historia, un pasaje cruel de una incipiente niñez. Las miradas mostraban el interior de los tres personajes como si fueran los espejos de sus almas. La de la pequeña se escondía tras el horror de un silencio forzado. Las de los dos adultos mostraban la maldad con forma humana en una historia sin fin.
Casi al ascender al coche que les correspondía, seis uniformados detuvieron sus marchas.
La vecina y la tía observaban desde la oficina del primer piso de la estación de trenes. Sollozaban abrazadas. Sintieron paz.