Por: Alejandro Ordóñez
Era la madrugada, me despertó su voz exaltada. Gritaba desesperada, su terror y desolación sobrecogían y daban miedo. ¡Están aquí! -chilló entre sueños-. ¡Vienen por nosotros! No hay escapatoria. Había sido un día difícil, el bebé tuvo fiebre desde la tarde, nos advirtieron que sería una reacción normal -por las vacunas-, pero su llanto y malestar nos agobiaron. Habíamos dormido dos horas cuando me despertaron sus gritos. Traté de calmarla. Estaba sentada sobre la cama. Me descontrolé al ver el techo de la habitación iluminado, como si estuviéramos de campamento y esas luces brillantes fueran estrellas tachonando el firmamento. Ella gemía, se agitaba como animal enloquecido.
Traté de tranquilizarla, lo comprendí, estábamos en presencia de algo extraño, pues el techo de la habitación semejaba la pantalla de una computadora donde aparecían signos extraños, que al desplazarse de una a otra pared parecían mandar un mensaje cifrado. Tenía el cabello erizado y la piel chinita. Duérmete, no pasa nada le dije, pero ella -estremecida por el miedo- seguía sin escucharme. Descubrí un haz de luz que brotaba de una pequeña nave, taladraba su nuca y trataba de llegar a su cerebro, interpuse mi mano para protegerla, pero fue en vano pues el rayo la atravesó y al hacerlo mis dedos adquirieron la transparencia del cristal, dejando traslucir las redes azules de mis venas.
Espantado, tomé el primer objeto que hallé en el buró, era la lata de leche del bebé. La interpuse, al refractar -involuntariamente- el rayo, escuché el tenue ruido de una explosión y un brillante polvo blanco cayó sobre la duela. El haz que hurgaba en su cerebro se extinguió. Descubrí al emisor de los signos que cruzaban por el techo; tomé la lámpara de rayos láser, la apunté hacia la navecilla; escuché otra ligera explosión, los signos desaparecieron y un fosforescente polvo blanco manchó la alfombra. Descubrí entonces otro objeto diminuto que despedía intermitentes luces azules y rojas, mientras volaba raudo hacia el espejo del tocador, quise destruirlo, pero se introdujo en él, como lo haría un submarino al sumergirse en la profundidad del océano. Me levanté, prendí la luz, corrí hasta el tocador, lo revisé sin descubrir nada extraño. Volví a la cama, ella seguía en crisis, la acosté, la arropé, la abracé, tratando de tranquilizarla.
El resto de la noche se fue lento. El día transcurrió como de costumbre, al oscurecer volvimos a casa. Durante el trayecto, cosa rara, se mantuvo ausente, lucía pálida, ojerosa, tal vez por la desvelada. Creí que comentaría algo de lo ocurrido la noche anterior, pero no lo hizo y yo preferí no recordárselo, pero al acostarnos puse debajo de la almohada mi lamparita de rayos láser. Me despertó el leve destello de parpadeantes luces azules y rojas volando debajo de la cama. Me dejé caer, prendí la lámpara, al hacerlo descubrí tres puntos multicolores que volaron y se sumergieron en el espejo del tocador, sin darme tiempo de apuntarles. Recordé que el aluminio de la lata de leche había acabado con ellos, dejé prendida la lámpara láser, bajé a la despensa por rollos de papel aluminio, y cubrí con ellos los espejos de la casa, era de madrugada cuando por fin me acosté a descansar.
El día transcurrió normal. No preguntó la razón de la excentricidad de esos espejos cubiertos, ni di explicación. La noche parecía tomar el mismo rumbo, pero al volver a casa encontré sobre el tocador tres montoncitos de polvo blanco, como los de las termitas en la madera. Era tarde cuando el bebé lloró exigiendo su biberón. Confiado en la precaria protección de los espejos cubiertos bajé a la cocina, calenté la leche, le di el biberón, cambié su pañal, cuando por fin se durmió escuché ruidos extraños provenientes de la recámara principal. Al entrar la hallé frente al enorme espejo del vestidor, había quitado el papel aluminio y se estaba sumergiendo en él, tenía adentro un brazo y una pierna.
Corrí hacia ella, la jalé con todas mis fuerzas, como estaba a punto de perderla, sin medir consecuencias apunté mi lámpara hacia el centro del espejo. Se escuchó una explosión y el ruido de cristales al romperse, creí seríamos heridos por los vidrios rotos, pero en el ambiente flotaron sólo ligeras plumas plateadas. La llevé hasta la cama, la arropé, apagué la luz, al hacerlo descubrí que en la oscuridad brillaban su cara y su cabeza, su cráneo translúcido dejaba ver las circunvoluciones de su cerebro y al voltear a verme, en las cuencas de sus ojos centelleaban macabros destellos rojos. Llevó su mano de cristal hasta mi cuello, empezó a apretar, traté de zafarme, pero su fuerza desmedida hacía inútiles mis esfuerzos. Desesperado, busqué a tientas en el buró, encontré la lámpara, la dirigí a esas garras cristalinas que me asfixiaban, escuché una explosión y una lluvia de fino polvo blanco cayó sobre mis ojos. Enceguecido corrí hacia la recámara del bebé, ella trató de seguirme, pero quizás la amenaza del láser la detuvo.
Está del otro lado de la puerta, lo sé, la escucho, oigo su respiración y sus palabras amorosas diciendo, ¡Por favor, ábreme cariño! Por la ranura inferior de la puerta veo el reflejo de las luces azules y rojas desplazándose de uno a otro lado del pasillo. Falta poco para el amanecer, sostengo firmemente la lámpara, con la esperanza de que su desgastada batería dure hasta entonces, sólo así lograré mantenerlos a raya, he hablado por teléfono con mis suegros, deben estar buscando a la policía y venir en mi auxilio. Me preocupa el bebé, pero no me atrevo a verlo directamente a los ojos, ni a descubrirle la cabeza.