Por Mónica Teresa Müller

 

Con cuidado y para que no la vieran, cerró la puerta de la pensión y caminó entre la gente que, en el anochecer, salía a mirar vidrieras.

La silueta de la mujer era una sombra que se escurría entre las letras de propaganda pintadas en los muros. Ella también miraba su vida y la manejaba con sueños por lograr.
El apenas cuarto de siglo que constituía su historia, la había acechado día tras día, manoseándola aunque pidiera misericordia.

El andar de la mujer era lento. Caminaba por la Avenida Belgrano rumbo al bajo de Buenos Aires. El rostro de niña condecía con su figura; la falda corta y el mini top modelaban las formas de una mujer apetecible.

— Hola, tesoro- habló el hombre que se puso a la par de la joven.
— Hola- fue la contestación mientras se apoyaba insinuante junto al cuerpo de él.
— ¿Cuánto?

Ella le cuchicheó al oído. El hombre la tomó por la cintura y la condujo a su antojo.
Era el primero después de…”La necesidad tiene cara de hereje”, se dijo, y reconoció que no estaba en condiciones de elegir.

Caminaron por una calle transversal que estaba desierta, quizá la inseguridad había obligado a los negociantes a finalizar sus tareas antes de la hora prevista. La ausencia de árboles mostraba el alma de un barrio en pena.

Ingresaron a un edificio. No bien la puerta de la habitación quedó cerrada, ella lo miró. El hombre la acercó a su cuerpo, la tocaba sin contemplación, casi con brutalidad.

—Te habrán dicho que sos, sin igual- hablaba mientras le quitaba el top, luego la falda y la acariciaba sin reparos.
— Seguro que me lo han dicho, no son ciegos- contestó con rabia mientras respondía con fingida dedicación.
La voz del hombre comenzó a entrecortarse y su aliento sobre la piel de la mujer, la hirió profundo.
— No digas nada, no se necesita- aclaró, mientras su mirada fija en el techo mostraba las mejillas húmedas.

La cama junto a la pared, rozada por otros cuerpos, chirriaba ante cada movimiento. La joven semejaba una pluma inmersa en un vendaval. El olor del hombre la asqueaba. Los sofocos de él rasgaban el silencio de la habitación. La vida misma era su tortura.

— Parecés una momia- le dijo, y la sacudió.
— Sí, lo que digas- aclaró. La voz de la mujer era un murmullo.

Trató de hacer lo mejor que pudo. La obesidad del hombre y sus años, que parecían no ser pocos, no colaboraban.

De pronto se sentó de golpe e intentó limpiar el pecho con la sábana. Estaba asustada. Sintió el temblor del miedo. El hombre la observaba

— Es leche materna- aclaró casi en un susurro.
—Dios me guarde ¿Dejaste solo al bebé?
— No, durmiendo con su hermanita.
— Sos una hija de puta – gritó.

Él ya se había vestido. Ella permanecía en la cama sin atinar moverse; había huido de los golpes de su hombre y no conocía a nadie en Buenos Aires. La congoja la invadió y no pudo contener el llanto.

El hombre viejo se acercó, le acarició la cabeza y dejó al lado de la mujer, antes de abandonar la habitación, el pago prometido.