Por: Mónica Teresa Müller

Trataba de esforzarse, pero la timidez podía más. Algo le impedía pronunciar con claridad y de corrido, una oración. Ni qué decir, mirar de frente a su interlocutor. Todo era una tortura.

Sus padres querían que asistiera a sesiones de terapia, pero un psicólogo no lo iba a convencer para que le contara lo que no deseaba contar.

— La adolescencia, pibe, te tiene mal

Las palabras de su tío no eran acertadas, porque sus compañeros de estudios tenían su misma edad y no padecían nada parecido.

Trató por todos los medios de modificar en algo los estados de timidez, de vergüenzas incontrolables, pero no hubo ningún cambio.

Una noche decidió ir a la plaza cercana, se sentó en uno de los bancos oculto tras el tronco de un plátano centenario, y gritó, rió a carcajadas, trató de liberar prejuicios y opresión.

Estaba solo. Los faroles de la plaza alumbraban espacios y eran hacedores de sombras, que se estremecían cuando el viento del mes de julio las rozaba. Ariel se sintió liberado. Regresó a su casa y durmió con una placidez que hacía tiempo no lograba.

Poco a poco, durante varias noches, practicó lo mismo. Los días le resultaron más tranquilos y se dio cuenta que podía, en algo, manejar la vergüenza de su timidez.

A veces, los fantasmas se apoderaban de él y un silencio descontrolado ocupaba los días y regresaba la tortura de querer huir de todos, desear permanecer en una cueva sin ver ni que lo vieran.

La plaza estaba casi todas las noches sin gente o parecía no haber nadie, pero alguien era espectador del esfuerzo de Ariel. El muchacho que hacía malabares cuando el semáforo detenía los autos, el mismo que limpiaba vidrios, el que no tenía casa ni familia y que había adoptado a las palomas de la plaza, cuidadoras de su banco- cama, era el testigo.

Una noche, el muchacho se plantó frente a Ariel. Lo miró de frente y se acercó a paso lento como jugando con las pisadas. Ariel se acobardó y se dio vuelta para no mirarlo.

— Jugate, viejo, no te des por vencido. Mirame. Te crees que si bajo la vista y no enfrento a la gente, podría seguir viviendo. Seguro que no, sería pasto para las bestias. Te cuento que yo sentía culpa por ser lo que soy.

Ariel no salía del asombro. “Quién es este tipo. De dónde salió”, pensó.

De repente sonó el silencio y, descontrolado, se esfumó en una sonrisa. El muchacho le había trabajado la timidez y la vergüenza de sentirla.

— Dale, pibe, poné onda, no te des por vencido por boludeces.

— Tenés razón. Vos sos un sabio hecho ciruja. Alguien me dijo que la vida es la incertidumbre constante, que en cada segundo puede pasar algo inesperado.

—Che, sos un filósofo con piel de bestia peluda. Te desbloqueaste y hay que festejar.

Aquella noche, ambos se dieron cuenta que no existe el destino diagramado y que cada minuto puede ser el principio o el final de una historia.