Por: Alejandro Ordóñez
Parecía una noche como cualquier otra; sin embargo, soñé algo en apariencia intrascendente, que me gustó mucho. Se trataba de una mujer joven, guapa, pero más que nada, elegante, con un toque distinguido y sensual; usaba enormes lentes redondos que daban un toque de coquetería a sus de por sí bellos ojos. Parada frente al fregadero lavaba la loza, volteó y no supe si se dirigía a mí o a un interlocutor que no alcanzaba a ver. No quiero estar sola -dijo-, no me dejes sola, háblales, discúlpate, diles que me siento mal, vas la próxima semana, por favor quédate conmigo. Hasta ahí el sueño, nada importante, lo curioso es que se repitió durante varias noches; me fascinaban el tono de su voz y su ingenuidad; pasaron dos semanas. El sueño concluía; sin embargo, en la oscuridad de mis ojos cerrados se abrió paso un nombre: Solange Binoire. En cualquier otra circunstancia lo habría olvidado, no en esa ocasión. Lo memoricé. Curiosamente los sueños desaparecieron a partir de esa fecha. Pregunté a mis amistades y alumnos si sabían algo de esa mujer.
Nadie, nada. Asunto olvidado. Miércoles, mi esposa estaba ocupada de la mañana a la noche, aproveché para hacer un viaje exploratorio al centro de la ciudad, comer por ahí, ir a algún museo y visitar las librerías de viejo. Estaba por terminar el periplo, cansado, sediento, sentía la necesidad de una cerveza helada. Quizás fue coincidencia, entré al negocio de mis amigos los existencialistas, tenían una facha parecida a los predicadores mendicantes o a los profesores de la Facultad de Filosofía. ¿Solange Binoire?, pregunté. La jovencita pidió le repitiera el nombre, guardó silencio durante interminables segundos, fue a su fichero, luego a sus arrugados listados -habían conocido tiempos mejores-. Espérame, no te vayas, me dijo con la desfachatez de la juventud. Veinte largos minutos después apareció con una sonrisa, levantaba un ejemplar sobre su cabeza, como si se tratara de un trofeo de guerra. Aquí está, tienes suerte, estaba entre los desclasificados, por invendibles.
Suelo leer todo lo que nos llega, pero éste me pasó desapercibido.
De ahí, a las cuatro de la mañana, hora en que terminé la lectura, el tiempo se fue volando. Me encantó, todavía en la Facultad volví a leer el desenlace. Se trata de una pareja joven, la protagonista es la esposa. Tienen un círculo de amigos con el que conviven frecuentemente. Ella es guapa y sensual, él se reúne una vez a la semana con los amigos de la universidad para jugar póker hasta la madrugada. Ella pide: por esta ocasión no vayas, no me dejes sola, no quiero estar sola, quiero estar contigo, él hace caso omiso, al regresar a su casa -está por amanecer- encuentra la puerta abierta, desorden total, sillas volcadas y a la mujer, muerta, tirada sobre la alfombra. El dictamen del forense determina que fue violada y falleció por estrangulamiento, el asesino debe ser un conocido de ellos, no forzó puerta, ni ventanas, la esposa abrió y lo dejó pasar. No sólo eso, debieron convivir algunos momentos, dan prueba de ello la cafetera -en la sala- dos tazas con residuos de café y una charola con galletas, todo ello disperso en el suelo. Difícilmente pudieron ser amantes, no se explicaría tanta violencia, a no ser que ella hubiera intentado chantajearlo.
Algo es seguro, fue un conocido, un buen amigo como para pasarlo al interior estando sola.
La sospecha mayor recayó en el marido, pues llegó tarde a la reunión. Argumentó haber pasado al supermercado a comprar una botella de licor, botanas y una cajetilla de cigarrillos. El cargo a la tarjeta de crédito lo confirmó y los amigos dieron fe de su presencia durante las largas horas de juego. De cualquier manera, los investigadores concluyeron: el esposo es el asesino, aunque no podamos comprobarlo.
Se me ocurrió visitar a mi gran amiga, la encargada de la biblioteca pública. Pregunté si tendría otras obras de Solange. No hay -respondió-, murió muy joven, éste fue su único libro, su muerte nos privó del disfrute de un talento prometedor. Rompió los sagrados cánones de la literatura, en su novela no hubo castigo para el culpable. El mundo literario es muy extraño -afirmó-, está lleno de supercherías, creencias mágicas y hasta de brujería.
Hay quien piensa que algunos escritores trabajan bajo el influjo de las drogas o en un estado de meditación o trance, lo que les permite predecir el futuro. Caso específico, Julio Verne, pero como él hay otros. Los más supersticiosos aconsejan tratar bien a sus personajes porque los hados les pueden regresar los sufrimientos causados; alguna gente piensa que el autor, al escribir, puede estar determinando su propio destino. Para borrar tu sonrisa de incredulidad, lo diré claramente, a tu escritora Solange le ocurrió lo mismo que a la mujer de su historia. Joven, guapa, talentosa, casada con una persona mayor que, como muchos hombres, se reunía con viejos amigos para jugar a los naipes. En su declaración ministerial, el marido manifestó que al despedirse de ella -porque se iba a su reunión semanal- Solange le pidió, le rogó: “no te vayas, no me deje sola, no quiero estar sola esta noche”. Él no la tomó en serio y se fue. Al volver encontró un escenario similar al descrito por Solange, como si el asesino hubiera cumplido con un rito. ¿El homicida?, se pregunta la policía. Un amigo que no se conformó con sólo admirar a la esposa de su camarada y decidió hacerla suya a cualquier precio; o tal vez el marido ofendido vio algo y no la perdonó, pero como en el caso de la obra, no pudieron probarle nada y siguió en libertad.
Se hacía tarde, no deseaba pagar la multa impuesta al último en llegar a la reunión. Mi esposa -parada frente al fregadero- lavaba la loza, mi líbido despertó al verla con esa diminuta falda y una blusa que dejaba al descubierto parte de sus senos. Volteó a verme, traía unos enormes lentes redondos -no se los había visto antes- debían ser nuevos. Me sorprendió su gran parecido con la mujer de mis sueños, algo que hasta ese momento descubrí. Me despedí, la besé largamente, me regaló uno de sus mohines sensuales, insistió: no quiero estar sola, no me dejes sola, quiero estar contigo. Me disculpé, salí a la calle a esperar el taxi solicitado. Se acercó mi vecino, alguien que decía quererme en verdad y apreciar y respetar a mi esposa, aunque no pasaron desapercibidos para mí algunos detalles que tenía con ella y no me gustaban. ¿Adónde tan arreglado?, preguntó.
Era notoria su intoxicación alcohólica, su aliento y su hablar trastabillante lo delataban. A mi reunión semanal de dominó, vamos, te invito. No puedo, tengo compromiso para ir a jugar al póker, si gustas te acompaño la semana próxima. De pronto comprendí todo, por mi mente pasaron fugaces, la anciana bibliotecaria, Solange Binoire, su obra y la reiterada advertencia. Me disculpé, había olvidado la cartera. Di la misma explicación a mi esposa quien me vio con cara de extrañeza y de sorpresa. Llegué a la recámara, tomé la Beretta, coloqué el cargador abastecido y me despedí. Pedí al chofer diera la vuelta a la manzana, me bajé del auto en la esquina de la casa, me cercioré que nadie me viera, caminé por la oscura calle, me introduje en el auto aparcado a un costado del jardín, me sumí en el asiento hasta la altura de los ojos para pasar desapercibido. Aguardé cosa de una hora, vi a mi vecino salir de su casa, volteó a todos lados, caminaba de manera sospechosa, llevaba la caja donde guardo el taladro prestado días antes; tocó el timbre, salió mi esposa, le enseñó la caja con la herramienta, ella asintió con una sonrisa, pasaron al interior, bajé del auto, me coloqué al costado de la ventana de la sala, a través de las cortinas de gasa pude observar lo que ocurría en el interior. Reían animados, ella se levantó, fue a la cocina, regresó con una cafetera, dos tazas y una charola con galletas. Departían felices. Ella fue de nuevo a la cocina, regresó con un vaso de agua. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Él la esperaba de pie, ella le ofreció el vaso, él aprovechó su descuido para abrazarla y besar su cuello, mi esposa intentó zafarse, el vaso cayó al suelo, se hizo añicos, la mesa de centro con cafetera y tazas, también. Llegaban sus voces hasta mi escondrijo, ella procuraba conservar la calma, trataba de convencerlo de su equivocación, olvidaría la ofensa y guardaría silencio, siempre y cuando se retirara de inmediato. No hizo caso, la tenía sometida, aprovechando su fuerza la llevó hasta la sala, la tiró en la alfombra y se montó en ella, luchaba con su ropa íntima, mi mujer gritaba desesperada, empuñé el arma, quité el seguro, corté cartucho y entré a la casa.
Ciudad de México, agosto de 2023.