Bernardo Arévalo pudo sortear todos los obstáculos extracomiciales y ser electo como el próximo presidente de Guatemala, lo que abre una nueva oportunidad al país centroamericano para avanzar en la solución de los lastres que le impiden el desarrollo.
¿Será posible?
Arévalo y Karin Herrera como su compañera de fórmula obtuvieron el 58 por ciento de los votos depositados el pasado domingo 20 en la segunda ronda de comicios electorales, mientras su rival Sandra Torres sumó 36 por ciento, pero en el marco de una participación del 45 por ciento del padrón electoral, lo que de por sí, dice mucho.
Ambos fueron postulados por el Movimiento Semilla, que pretende la construcción de una mayoría alternativa, a fin de erigir la justicia social con ejercicio pleno de las libertades, la transparencia, la honestidad y respeto a la naturaleza.
Pero ¿será posible que se avance en el cumplimiento de esos objetivos?
Para no ir muy lejos en la historia de nuestro vecino del sur, regresemos solo 27 años en el pasado, al Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996, que cerró tres décadas de conflicto armado el cual dejó al menos 200 mil víctimas mortales, en su mayoría civiles.
Un cuarto de siglo después, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), heredera de los grupos revolucionarios que llegaron al Acuerdo, calificaba de parciales e inconclusos sus resultados, con alertas sobre el franco retroceso y la tendencia a su anulación completa por parte de “actores oligárquicos, operadores políticos del crimen organizado, fracciones de militares retirados y funcionarios públicos en los tres Poderes del Estado”.
La declaración era un retrato de actores del pasado con otros del presente. Se mantienen la oligarquía, actores militares y funcionarios públicos, todos ellos actuando como si 36 años de movimiento armado hubieran logrado nada.
Lo más grave: suma el nuevo cáncer no de Guatemala, sino de toda la región: el crimen organizado, que florece a pesar de las décadas de combate patrocinado por Estados Unidos y realizado por ejércitos y cuerpos policiacos prácticamente de todos los países latinoamericanos.
Probablemente la primera respuesta en el campo electoral a esa regresión al pasado fue la elección y gobierno de Jimmy Morales en 2015, cuyo principal activo en las elecciones de ese año era su honestidad.
Luego de 36 meses de gobierno, su aprobación era del 19 por ciento y desaprobación del 81 por ciento, cifras apenas superadas por su vicepresidente Jafeth Cabrera, con aprobación del 16 por ciento y desaprobación del 84 por ciento, de acuerdo a un sondeo publicado por Prensa Libre del ocho de abril de 2019.
Los elementos para llevar a esas cifras son varios, pero uno central fue la cancelación de la Comisión Internacional contra la Inmunidad en Guatemala (CICIG), aprobada por el Congreso guatemalteco en 2007, que realizó unas 100 investigaciones contra la corrupción, de manera destacada la que llevó a la condena por corrupción del expresidente Otto Pérez Molina.
Fue Morales quien en enero de 2019 dio por terminado el acuerdo firmado con la ONU para que operara esa Comisión, curiosamente luego de que una de sus investigaciones apuntó a algunos de sus familiares.
Quedó claro entonces que lo mismo en Guatemala que en cualquier otra parte del mundo, no basta denunciar, investigar y hasta llevar a juicio y encarcelar a acusados de corrupción, si es inexistente la voluntad política de seguir adelante y enfrentarse con los grupos que asociados (¿amafiados?) medran con los recursos públicos y, cada vez más, en cooperación con el crimen organizado.
Morales saltó del mundo de la farándula al palacio presidencial, y mostró que no existe sector social inmune a la corrupción. Arévalo, sociólogo de origen y 64 años de edad, encabeza un nuevo momento de oportunidad para Guatemala, que se desea no sea frustrado por esos grupos de poder amafiados y con la suma del crimen organizado.
j_esqueda8@hotmail.com