Por: Alejandro Ordóñez
Para Ítalo Ruas Arias, quien podría
haber sido el cineasta de esta historia
Era un hombre próspero, poseía una enorme casa en un céntrico barrio de la ciudad, aunque quizá fuera mejor decir dos, porque al fondo del jardín había una construcción habilitada como despacho. Contaba con un salón de usos múltiples, salas de juntas y su privado. Desde el ventanal de su recámara podía observar lo que ocurría ahí. Su negocio eran los seguros, así como servicios financieros y de bolsa. Broker, le llamaban. Cada viernes por la tarde se reunía con los jefes de grupo para revisar los resultados de la semana y planear las actividades de los siguientes siete días. Vivía solo en esa enorme mansión, no se había casado ni tenía hijos. Ocurrió un viernes por la noche, se disponía a leer, cuando descubrió que las lámparas de la sala de juntas estaban prendidas. Pensó mal de su asistente, tal vez por las prisas de irse con el novio no revisó. Se puso la bata y una boina, hacía frío pero no podía dejar las luces prendidas toda la noche. Iba a bajar el switch eléctrico cuando descubrió un saco colgando del respaldo de una silla.
Lo tomó entre sus manos, trató de recordar, inútilmente, quién se había sentado en ese lugar o traía esa prenda. Revisó los bolsillos, estaban vacíos. Frente a la silla, en una de las hojas en blanco que dejaban para que cada asistente tomara notas, había escritos -a lápiz- seis números. Dejó todo como estaba y volvió a su recámara, con la idea de reprender a su asistente, el siguiente lunes. Supuso que alguna de las personas que acudieron a la junta se quitó el saco para estar más cómodo y lo olvidó.
Noche del domingo, se asomó por la ventana de la recámara, las luces de la sala de juntas estaban prendidas nuevamente. Se maldijo a sí mismo, cómo era posible que las hubiera dejado encendidas desde el viernes, -pensaba mientras cruzaba el jardín-. Abrió las cerraduras que protegían la propiedad, al entrar en ella se desorientó por la oscuridad. Subió la palanca del switch, se prendieron las lámparas. ¿Se prendieron? ¿Estaban apagadas? Pero si desde su recámara vio claramente…Caminó hasta el lugar donde estaba el saco olvidado. ¿Saco, cuál saco? No había nada, revisó el clóset que tenían en recepción, nada.
El lunes fue de locos, cursos de capacitación, inducción, atención a clientes, pagos, cobros, gente que entraba y salía del despacho, todo el día. Regresó ya noche de una cena de negocios, agotado, mareado por un par de copas de más, despidió al chofer en la entrada y subió directo a su recámara. Antes de meterse a la cama se asomó por la ventana, como era su costumbre. Las luces de la sala de juntas estaban prendidas. Carajo con esta mujer, musitó. Antes de bajar el switch general se asomó a la sala y sí, ahí estaba el desdichado saco, el mismo saco del viernes, en el mismo lugar, y frente a la silla una página en blanco con seis números escritos a lápiz. Dejó todo como estaba para comentarlo con su secretaria, pero a la mañana siguiente el saco había desaparecido.
Preocupado lo comentó con su abogado. Me parece un juego perverso, dijo aquél. Alguien está entrando a tu propiedad, no sabemos por qué motivos, pero hay un dejo de sadismo en todo esto y me parece que están tratando de amedrentarte. ¿Tienes algún enemigo? ¿Le has ganado algún negocio a alguien? O, disculpa la indiscreción y no me lo tomes a mal, pero es importante tu franqueza, no andarás con alguna mujer casada, ¿o sí? Un marido celoso y ofendido es capaz de todo. En cuanto a los números ¿Los recuerdas, has guardado las hojas? Quizás ahí esté la clave de todo. Podrían significar tantas cosas. Desde la combinación de una caja fuerte o un número de expediente, hasta alguna fecha memorable para el intruso en la que sienta que lo ofendiste gravemente y te lo está enfatizando para que no lo olvides. Todo fue negativo, ni había tenido la precaución de guardar las hojas, ni se había aprendido los números. Tampoco creía posible haber ofendido tan gravemente a alguien como para que éste lo recordara como si se tratase de La Toma de la Bastilla.
La psicosis alcanzó grados enfermizos, ante la posibilidad de que alguna de las personas que acudía al despacho se ocultara y permaneciera dentro, después del cierre de la oficina, contrató un servicio de vigilancia que se encargó de controlar las entradas y salidas de todos los visitantes. Instaló cámaras infrarrojas, sensibles a los movimientos. Mandó poner más cerraduras en puertas y ventanas y para estar seguro de que todas las luces quedaban apagadas, él en persona se encargó de bajar el switch general y de ser el último en salir de la oficina. Parecía que todo había vuelto a la normalidad. Antes de dormir se asomó por la ventana, todo estaba en orden, el despacho a oscuras. Durmió como el bendito, pero en la madrugada lo despertó el reflejo de una luz que entró por la ventana, se asomó, las luces de la sala de juntas estaban prendidas. Temblaba, sintió que su esfínter cedía, estuvo a punto de orinarse, por el miedo. Tomó la Beretta, introdujo el cargador y con mucha cautela fue bajando las escaleras.
Cruzó el jardín, ya para llegar a la entrada el ruido de la maleza -de las jardineras- lo alarmó, alguien lo atacaba, se le venía encima y él no sabía qué hacer con la maldita pistola, el ruido aumentó, se aceleró en su dirección, escuchó el feroz maullido del enorme gato del vecino. Un maldito animal al que le encantaba meterse por las noches a su jardín y defecar en sus plantas. Tenía la camisa de la pijama pegada a la espalda, estaba empapado de sudor, sintió vértigo, supuso que en cualquier momento perdería el sentido. El saco estaba en su lugar acostumbrado. Revisó hasta en el rincón más apartado de la oficina, maldijo al sistema de cámaras de vigilancia que tan caro le había salido cuando comprobó una y otra vez que no habían registrado nada, ni a nadie.
Invitó a cenar a un amigo cineasta con la intención de relajarse y olvidar un poco el asunto, pero cuando llegaron a los licores posteriores a la cena, se le aflojó la lengua y contó todo, con lujo de detalles. El amigo escuchó paciente, pero conforme avanzaba el relato, empezaron a brillarle los ojos, intensamente. Se hizo el silencio en la mesa. Me hiciste recordar una vieja película francesa, no te daré detalles que no vengan al caso, me concentraré en lo esencial. El film está basado en un hecho real.
Un asesino serial, un psicópata. Amedrentaba a sus víctimas hasta llevarlos a la locura. Dejaba alguna prenda en sus casas para hacerles saber que eran vulnerables a un ataque y que era capaz de violentar ese sitio sagrado donde ellos debían estar a resguardo. Si era capaz de introducirse en su casa, por las noches, sin que ellos pudieran descubrirlo, ¿qué no podría hacerles? Para mayor burla, aunque ignoraran que se estaba riendo de ellos, cerca de la prenda dejaba escritos algunos números que se iban repitiendo a lo largo de esas tortuosas noches. Era una fecha; sí, la fecha de su deceso. Lo peor, añadió, es que su muerte era violentísima y dolorosa, los asesinaba con los cuchillos de cocina que encontraba en las propias casas de las víctimas, hacía una carnicería, todavía con vida cortaba partes de sus cuerpos. Regresó a casa más inquieto que nunca, antes de subir a la recámara pasó al comedor, le llamó la atención que los candiles estuvieran prendidos. Del respaldo del sillón de la cabecera colgaba un saco y sobre el plato extendido un papel con seis números. Los leyó, comprendió que hacían referencia al treintaiuno de julio, pero era día treinta, o había un error o había sobrevivido y estaba a salvo o se había vuelto loco. Escuchó los ruidos de la cuchillería provenientes de la cocina -contigua-, en el instante en que el campanario del reloj marcó diez, once, doce campanadas…