Por Mónica Teresa Müller
Las hojas de los árboles, caídas sobre el césped del parque, parecían moverse excitadas por roces atrevidos. Se deslizaban audaces por el pecho de la Donna de mármol, demostrando la práctica de la libertad.
Parado tras los vidrios del ventanal de la casona, las envidió. La noche anterior había estado cerca de la felicidad, pero quería ir solo en busca de la mujer que lo hiciera hombre además, sabía que deseaba con todas sus fuerzas debutar con la mujer de otro; tenía un sabor diferente y el olor placentero de la traición.
La orfandad había sido su marca a fuego y por ello estaba en esa casa ajena en la que nada le pertenecía. El viejo se lo recordaba todos los días desde hacía quince años. Todo momento era propicio para decirle que: “era el guacho de su hermana y que gracias a Dios, bien muerta estaba.”
El anciano lo desmerecía por cualquier causa y delante de quién estuviera presente. Por su parte, había tratado de satisfacer al hermano de su madre al ser un alumno que se destacaba por su dedicación. Se había prometido en soledad, que no iba a responder a las irreverencias que le decía el tío. Quería ser cuidadoso y respetar el apellido de la familia.
Había podido manejar las situaciones en las que el viejo lo menospreciaba, aceptando culpas no ciertas, mordiéndose los labios que no dolían tanto como el de las heridas interiores.
Cuando ella llegó a la casa, él supo, desde que lo miró, que iba a ser la mujer del otro. Primero fue para ella el pobrecito de la casa, el huérfano de una madre puta y de un hombre sin nombre. Poco a poco con sus silencios la sintió más cerca, quizá por curiosidad, tal vez por piedad.
Una noche golpearon a su puerta y en un tris estaba en su cama y sucedió como él lo había soñado. Además, estaba doblemente feliz, porque el viejo también tenía una puta de esposa y que no era “su hermana, a Dios gracias, bien muerta.”
Los dieciocho años del joven llegaron en otro otoño. Era el amante perfecto y sin remordimientos que lo cuestionaran. Ese día sería diferente. Miró la hora. El viejo a esa ya estaría enterado de la buena nueva.
Caminó con seguridad hasta la puerta de una habitación y la abrió. El tío estaba ahí con unos papeles en la mano. El viejo estaba pálido. La chequera temblaba en la mano del anciano que poco pudo decir:
–Andate, tomá lo que tengo, es mi fortuna, pero que ella se quede, le daré mi nombre al niño.
El joven se levantó, lo agarró de la solapa del saco, arrancó los cheques de la mano del viejo, y como si fueran simples papeles se los metió en la boca.
Ella estaba en el pasillo, perpleja. El viejo la miró y sintió que la juventud de la mujer era un insulto. El sobrino abandonó la habitación, abrazó a la mujer y juntos salieron de la casa. Caminaron por el césped cubierto de hojas, algunas se movían atrevidas y otras se deslizaban audaces por el pecho de la Donna de mármol y hacían como él, uso de la libertad.