Por Mónica Teresa Müller
Hoy es lunes. Un lunes en el que el viento parece haber pactado con el malvado. A lo lejos, las montañas de El Bolsón, el lugar que elegimos con Raúl para vivir, se preparan para despedir a las tinieblas.
El jardín en el que tanto trabajé, maneja mi llegada a su antojo. El ventanal de la casa tiene las hojas abiertas. Me acerco y trato de mantener el silencio.
Algo me ocurre. Veo las sombras, pero la mía está ausente. Creo que ya no soy mortal. Juro que no entiendo, una increíble paz cobija mi pena y la socorre.
Los cortinados parecen bailar con la música que apenas se oye en la habitación. Él está ahí, su perfume lo confirma. A su lado, alguien oculto a mi mirada acaricia el pecho henchido. Se oyen suspiros.
Los veo a uno sobre otro, mientras su disfrute me enfurece. No sé por qué no actúo, por qué no grito. “No sufras Marice, es un sueño”, digo e intento calmar la angustia.
Por el rayo de luz que libera una nube, descubro que esos labios que fueran míos, besan los labios de la arpía, que se retuerce de gozo en mi cama.
—Te amo -susurra ella.
—Por fin logré la libertad de tenerte.
Me acerco como al acecho. Quiero ver la cara de la que seduce a mi hombre. Traspaso la pared sin entender cómo. Quiero gritar, una mordaza lo impide.
“No sufras Marice, es un sueño”, digo para calmar el llanto. Cada tanto ingresa por la ventana el olor a bosque quejoso y enlutado.
Hoy es lunes. Un lunes en el que el viento parece haber pactado con el malvado y las sombras fortuitas tornan en rojos los verdes.
Fuimos felices. Raúl en viajes constantes de trabajo. Yo con el placer de pintar las bellezas del bosque. Mi hija con sus estudios ubicada en Buenos Aires con Alma, mi madre, que viajaba seguido hacia aquí y nos hacía compañía.
Éramos felices hasta que Raúl me dijo que decidiera quien se iba a ir de la casa, si él o yo. Tardé en responder porque deseaba disfrutar la llegada de Alma.
Aquella mañana de otro lunes, desayunamos los tres. Mi felicidad se colmó al ver que se abrazaban como madre e hijo, aunque no lo fueran.
Ella me sirvió un té de apio cimarrón, que tomaban los indios, dijo. Lo bebimos en una ceremonia. No recuerdo qué pasó después.
Estoy aquí e ignoro como llegué al jardín de la casa. Recuerdo un sabor amargo en la boca.
“¿Por qué está Raúl con esa mujer?”
El cuerpo de él cubre la pequeñez de ella. Grito, les grito. No me escuchan. “Seguro es un sueño, Marice”, me digo.
Las sombras fortuitas de lenguas de fuego que tornan en rojos a los verdes, están cerca.
Ellos son uno. Y la veo a mi madre mala. Sin proponérmelo, expelo hacia ellos de mi boca el verdor amargo que me tenía cautiva y los envuelve. Las sombras fortuitas de lenguas de fuego que llegan del bosque, los encierra como una red de caza.
Ellos crepitan. Yo me doy cuenta que soy un fantasma que se ha liberado. Entonces, vagaré más allá de las sombras.