Por: Alejandro Ordóñez

A la memoria del gran
Heberto Castillo

Todo terminó como empezó, había iniciado apenas el mes de octubre y aunque recién entraba el otoño quedaban aún resabios de un caluroso verano, como esas nubes grises que colgadas en el horizonte presagiaban tormenta. Las sombras de la tarde se deslizaban presurosas sobre los costados de la plaza, mientras la gente llegaba con un arrullo de palomas en el pecho y un vuelo de pájaros en la mirada; sonrientes madres con sus hijos, humildes obreros, estudiantes, campesinos, empleados, profesores, intelectuales, representantes sindicales, atraídos todos por la esperanza de una patria nueva, más justa, más fuerte, más nuestra; la gente entonaba canciones, gritaba consignas, recibía con porras los anuncios de nuevos contingentes que se sumaban a la plaza.

Yo debí morir ahí, mi cuerpo sin vida perforado por el filo de alguna bayoneta o la fiereza implacable de la metralla debió quedar tirado en el asfalto, pero no fue así y es que a pocos hombres les es dado el privilegio de una muerte oportuna; tal vez sea esa una de las características que separan a los dioses de los hombres, pues mientras a aquéllos la fortuna les da los medios para cumplir su misión y los empuja irremisiblemente a su destino, a nosotros suele obstaculizarnos. Por ello cuando la historia pase lista de presente a los mártires de aquella fecha no estaré ahí, a pesar de la celada; a pesar de que las balas rozaron mi sombra y de que el viento, al pasar entre las grietas de los monumentos y por la entreabierta boca de los muertos repetía como un eco mi nombre. Por eso no pude ser inscrito en la lista secreta de muertes confirmadas por el ejército; por eso mi cuerpo no apareció en las fosas comunes de los cementerios oficiales o clandestinos, ni hubo evidencias en los hornos crematorios; por eso no me encontraron en las cárceles ocultas o públicas, ni en los reclusorios o en las celdas secretas de los campos militares, ni en los forenses o en los anfiteatros, ni siquiera en los manicomios u hospitales.

Todo terminó como empezó, en una tarde de octubre recién entrado el otoño; la gente llegaba con un arrullo de palomas en el pecho y un vuelo de pájaros en la mirada; yo debí morir ahí pero uno nunca muere cuando debe, uno solo muere cuando puede.

Tlatelolco, Ciudad de México
2 de octubre de 1968