Por: Mónica Teresa Müller

Vio las raíces de la planta a través del cristal del florero. Liza pensó que era una visión ficticia porque las raíces en el agua quieta, podrían estar al borde de la locura sin llegar a demostrarlo. Todo era un supuesto constante. Pensó que estaba igual que ellas, inmersas en un espacio limitado y sin libertad; oculta la esencia de su interior y era un engaño, lo visible.

Los ruidos que llegaban al camarín no le daban tregua. Necesitaba presentarse entera, libre de preocupaciones y disfrutar de los aplausos. Trabajar en el Teatro de Revistas le había fortalecido el ego. Le agradaba ser deseada y despertar en cada hombre, querer poseerla aunque solo fuera mirándola desde la lejanía de una butaca.

Mientras aguardaba en bambalinas, la joven temblaba. Reconoció que existía un “él” en su vida, el que veía al llegar al teatro. Estar a su lado conformaría el deseo de transgredir los límites de la honestidad marital.

Nada había sido dicho entre ella y él. No existían recuerdos de algún instante compartido. Cada atardecer, cuando llegaba al teatro, lo veía parado en el umbral del edificio contiguo. Sólo se habían cruzado las miradas.

El esposo estaba en el palco todas las noches. Era el empresario exitoso que la presentaba como si fuera una adquisición, el todopoderoso del ambiente teatral. Nunca la había halagado ni dado una opinión de aliento.

Ella, la pobre niña, la precoz bailarina pueblerina con aires de vedete. La había traído a Buenos Aires, una ciudad de grises y negros, en donde el sol aguardaba agazapado para no ser descubierto.

—Tengo programado que tengamos un niño- le había dicho aquella madrugada.
Sí, ahora quería un hijo que tenía que ser varón y que se llamaría como él dijera. Estaba harta. Le tenía miedo. Miedo que la paralizaba y que la condicionaba a decirle que sí a todo lo que el hombre le proponía porque ella sabía que ya estaba la idea consumada.
Una tarde, cuando el taco del zapato de Liza quedó atrapado entre las baldosas rotas de la vereda, “él” la sostuvo. Al agradecimiento siguió una conversación que continuaron en un café de la Avenida Corrientes.

La bailarina pueblerina sintió el deseo que portan ardientes los amantes y transgredió, con su compañía, los límites de la honestidad marital.

El después le había abierto la posibilidad de decidir qué era lo mejor para ella. La presencia del otro en su vida, desterraba la cobardía que la había acorralado. Sentía que el cristal del florero se había roto en incontables fracciones. No le pareció entonces que Buenos Aires fuera una ciudad de grises y negros en donde el sol estaba agazapado para no ser descubierto.

Liza aguardaba que elevaran el telón. Le quedaba aún el sabor de los labios del otro, disfrutar de las caricias nuevas que le habían dejado la energía para fortalecerse, y ante todo conocer qué sentía ante la presencia del amor.
Cuando ingresó al escenario, caminó erguida, casi con prepotencia y se sintió dueña del mundo.