Por Carlos Muñoz Moreno
La herramienta más humana y distintiva que nos ha pertenecido en la historia es el lenguaje. Con un proceso evolutivo reforzándose y afianzándose en cada vez más complejos sistemas de comunicación, mediante la abstracción y la oralidad, así como la escritura, nuestros lenguajes intelectivos nada tienen que ver con el lenguaje animal y por tanto, son un clarísimo ejemplo de la humanización de nuestra especie.
A pesar de esa característica que permitió el afianzamiento de la civilización humana, esa complejidad también ha ayudado a la división y el aislamiento donde los seres humanos nos alejamos unos de otros.
Sólo hay que recordar que, de la complejidad intelectiva construida a través de generaciones e incluso siglos, pasamos de lenguajes simples a la abstracción, la escritura y los idiomas, que si bien dieron cierto sentido de pertenencia o de cohesión a regiones, ciudades y naciones, plantearon fronteras y falta de comunicación con los pueblos que hablaban distintas lenguas, es decir, sembraron divisiones.
Hoy en más de un sentido la globalización ha roto esas fronteras porque contamos con una cercanía virtual que hace necesaria la comprensión de otros idiomas. Sumemos que en nuestro propio idioma conocemos información, literatura, artes y hechos de naciones con lenguas diversas y también de uno u otro modo esta globalización ha impulsado la preponderancia del inglés sobre otros idiomas por lo que para mantenernos al día necesitamos dominar al menos en la medianía dicho lenguaje.
Sin embargo de nueva cuenta este avance tecnológico plantea aún entre quienes hablan el mismo idioma una distancia que se va haciendo abismal conforme la educación, la especialización y la complejidad de conocimientos nos exige y nos habitúa a un manejo lingüístico más complejo.
Y no estoy hablando de aquellos que con pretensiones petulantes hacen uso a destajo de palabrejas domingueras sino desde la llana diferencia entre regiones de un mismo país donde la prevalencia en algunas regiones de arcaísmos como el “ansina” no son de uso tan común en otras áreas. No se diga ya de palabras que suenan incluso groseras en un país e inocuas para otras.
A ello sumémosle los matices, el sentido y lo que Ludwig Wittgenstein –padre de la filosofía del lenguaje— llama juegos lingüísticos. Me explico:
Un ejemplo breve: Los cristianos no católicos utilizan el término Jehová, para nombrar a Dios mientras los católicos le llaman Yahvé y, los judíos, Adonaí; y aunque los tres se refieren al mismo Dios el trasfondo es diferente porque su percepción de Dios también lo es.
Los cristianos no católicos usan el Jehová de modo cotidiano porque deviene de tribus israelitas alejadas del conservadurismo que deformaron, lingüísticamente el término y, del mismo modo veían con más cercanía al Dios del judaísmo; por el contrario no todos los católicos usan el término Yahvé porque en la misma Biblia se señala que el nombre es sagrado y no se debe usar salvo ocasiones extraordinarias, y le tienen una reverencia mayor por el significado del mismo –Yo Soy, o Yo Soy el que Es— y del que tiene conciencia al usarlo; los judíos por fundamentos religiosos más estrictos no usan el nombre de Dios pues lo consideran sacratísimo y lo suplen por el Adonaí –Mi Gobernante—con igual o mayor reverencia que los católicos.
Y así como este simple concepto nos habla de distintas percepciones, mucho de nuestro lenguaje está anclado en nuestra cultura, religión, historia personal, formación académica, lecturas y la forma en que percibimos y analizamos nuestro entorno –o circunstancia o marco histórico, según el juego lingüístico que usemos— haciendo que incluso si hablamos el mismo idioma, somos del mismo entorno, coetáneos y coterráneos, no estemos hablando de lo mismo cuando utilizamos las mismas palabras.
¿Qué varía? El bagaje cultural; y me preguntarán, cuatitud abrazable y querida ¿bagaje? Sí, porque la experiencia personal, lo que hemos leído, si hemos leído, lo vivido, lo aprendido, lo que hemos bebido en casa, en el barrio, en todo el entorno vivencial define la forma en que entendemos las palabras, por eso, aunque hablamos el mismo idioma, no lo entendemos igual y, por ello en el fondo, la globalización nos abre a otras concepciones o cosmovisiones que, si no estamos abiertos a entender, nos alejan al tiempo que nos acercan.
De allí que el mundo globalizado nos exige alteridad, es decir ponernos en el lugar del otro, tratar de entender lo que me dice desde su perspectiva, no desde la mía, porque si soy así de egoísta terminaré entendiendo sólo lo que yo quiero y alejándome, sin entender por qué, de la alteridad humana.
¡UN ABRAZO A LA CUATITUD!