Por: Mónica Teresa Müller
Todos estaban vestidos de luto y se destacaban entre la muchedumbre. Eran viudos y viudas que caminaban abrazados rumbo al cementerio.
El acto funerario se había realizado, pocos minutos antes, en la plaza principal del pueblo de Buenas Nuevas; alrededor de ella, como en todas las villas, se veían la alcaldía, la parroquia y la estación de policía. En el centro y al pie de las estatuas que recordaban a los héroes de la historia pueblerina, coloreaban el cemento las coronas armadas con las flores más costosas de los alrededores.
A lo lejos, la banda de la academia de música ejecutaba la melodía inconfundible de la Marcha Fúnebre, que erizaba la piel de los presentes.
Los habitantes de Buenas Nuevas no aceptaban las propuestas de los más jóvenes del lugar, para hacer otro tipo de despedida a quienes partían. Los mayores argumentaron que debía ser un instante compartido, de recuerdos y anécdotas de los que viajaban al éter.
De tal forma teniendo en cuenta las variadas opiniones, el velatorio había resultado una fiesta para las viudas y viudos de las víctimas de la intoxicación con la medicación para la impotencia. El triste final había sucedido en el albergue transitorio de las afueras de Buenas Nuevas, ya que allí, las esposas y esposos transgresores del respeto matrimonial, habían dado rienda suelta a sus apetitos sexuales. Generalmente sucedía en momentos en el que las parejas de los infieles, asistían a las prácticas del coro parroquial.
Todos los que formaban parte del cortejo vestían de negro porque era el tono elegido para las presentaciones del grupo. En cada rostro de los enlutados, una maligna sonrisa intentaba nacer, pero el qué dirán los mantenía al resguardo.
La tierra del cementerio estaba removida, los huecos preparados mientras los ataúdes eran transportados en los carros que no trataban ni pretendían sortear las piedras del sendero. Al tiempo que los transportes saltaban, también eran afectadas las cajas con el contenido.
El cortejo de las viudas y viudos armaron dos hileras; manos unidas, miradas de reojo y alguno que otro beso en la mejilla de la compañera de formación, amagando el pretexto de calmar las penas.
Las tumbas y las lápidas veteranas, permanecían heladas ante el espectáculo de la multitud. Casi llegando al crematorio, quedaron los carros porta ataúdes con los peones a la espera de los turnos y con el fin de cumplir con el acto programado.
El gentío se mantenía expectante. El reportero del único semanario de Buenas Nuevas, intentaba no perder el mínimo detalle de las actitudes de los vestidos de negro. Bien dicen que: “En pueblo chico, infierno grande”. Cada vecino opinaba sobre los incidentes, jugando a: “Yo conozco la vida de tal o cuál…”, como si cada uno hubiera sido el confidente del fallecido. De esa forma inventaban historias compartidas con el difunto.
Finalizada la ceremonia, desde la ruta de ingreso al pueblo, se podía descubrir, que las viudas y viudos que aquella noche no habían ingerido la fatal medicación, se apuraban para imitar a los que habían partido y no quedar sin habitación en el albergue.