Por Alejandro Ordóñez
Para Angelina y Rodolfo, que pidieron más.
Escuchó el sonido de la llave al entrar en la chapa; era él, lo supo de inmediato, lo habían esperado con ansiedad. Tenían dos meses habitando esa casa y hasta ahora llegaba. Se fundieron en ese abrazo largamente esperado. Trató de contener sus lágrimas para no dar la impresión de ser una blandengue. Las niñitas se percataron de su presencia, corrieron hacia él, su llanto y sus reproches fueron la mejor manifestación del cariño hacia su padre. Jugó con ellas hasta la hora de la merienda. Ya a solas en su recámara, iniciados los rituales del amor, algo le preocupó. Se sentó sobre la cama. Luisa aguzó el oído. Ningún ruido, nada extraño, pero Francisco insistía. Ella pensó que el nerviosismo de él era normal, porque ignoraba que a lo largo de esos dos interminables meses ella se había comportado como lo habría hecho un detective, pues no dejó de inspeccionar a los transeúntes y a los vehículos que circulaban o se estacionaban en la calle, con el único fin de descubrir a un posible delator siguiéndoles los pasos. Para entonces Francisco se había vestido y empuñaba un arma en la mano. Se asomaron por la ventana, varias tanquetas de La Guardia Nacional apuntaban sus ametralladoras hacia la casa y algunos uniformados se protegían detrás de ellas, luego atisbaron por las ventanas posteriores. El parpadeo de tenues luces azules en el aire delató la presencia de drones, uno de ellos dirigió hacia el jardín el haz enceguecedor de una lámpara.
Estaba atrapado, la cara del hombre era una máscara desfigurada por el miedo, ella temblaba sin control. Las nenas dormían, cerraron la puerta de su recámara en busca de precaria protección. Escucharon recios pasos de botas, cruzar el pórtico. Tocaron suavemente a la puerta. La voz del general en jefe, de la Región de la Montaña -tenue como un susurro- rompió el silencio. Francisco, estás ahí, lo sabemos, nos estás escuchando. Estás rodeado, no tienes escapatoria; sin embargo, tienes una alternativa. Entrégate pacíficamente, te doy un minuto para pensarlo, si no aceptas dispararemos contra tu casa. Una cosa te aseguro, no habrá sobrevivientes. La puerta se abrió ligeramente. Voy a entrar, estoy desarmado, cualquier treta y no la cuenta tu familia, te ofrezco algo, voy a salvarles la vida -le dijo-, tú sabes cómo es esto, tarde o temprano vendrá el ejército por tu esposa y por tus nenas, imagina la situación, pero si no son ellos, las encontrarán los capos de otros cárteles a los que has agraviado y no tendrán piedad. Nos vamos a retirar, tú vienes con nosotros, en una hora regresará un vehículo con dos oficiales de mi confianza, las llevarán adonde ella disponga, para ponerlas a salvo. Por ningún motivo hagan uso del teléfono, puede estar intervenido, seguirían esa pista y las atraparían, ¿comprendes?
Una Luisa llorosa vio al convoy de la guardia, perderse por el camino. Era el fin, lo sabía y no se hacía ilusiones, pero no había tiempo para lamentaciones, empacó lo indispensable, despertó a las niñas, harían un viaje -les dijo-, su papá se había adelantado. Escuchó el ruido del motor al detenerse frente a la casa, el de las portezuelas al abrirse y cerrarse, los suaves golpes a la puerta, el miedo atroz a equivocarse, ¿y si no fueran? ¿qué hacer? Por fin se decidió, abrió. Buenas noches, señora, nos manda mi general, usted dirá, estamos a sus órdenes. Lo decidió por intuición. De noche, con dos niñas -casi bebés-, sin un sitio donde refugiarse. Iría en busca de los lugartenientes de su marido, montaña adentro. Al escucharla, el capitán se rascó la cabeza. Pidió permiso para entrar a la casa, tomó un mantel blanco, lo amarró al palo de una escoba y se internaron por intrincadas brechas lodosas. Kilómetros adelante empezaron a aparecer fogatas prendidas a la orilla del camino. La bandera blanca ondeaba afuera de la ventanilla del copiloto. El sistema de comunicación funcionaba, los jóvenes halcones vigilaban a ese vehículo artillado de La Guardia Nacional, al cruzar sus territorios en son de paz. Por fin llegaron a un retén, los encandiló el fuego de las antorchas y de las fogatas, que rompía la oscuridad; los rodearon hombres armados, el joven capitán bajó del vehículo con las manos en alto, explicó la situación, ayudó a bajar a Luisa y a las niñas. Las reconocieron de inmediato. Las metieron a una cabaña. Salió el jefe. Muchas gracias, dijo, estamos muy agradecidos, han salvado la vida de personas inocentes, muy apreciadas por nosotros, dígale al general Bulmaro Sánchez que no olvidaremos su gesto, estamos en deuda con él, somos gente de honor, algún día corresponderemos su generosidad. Era la madrugada -a punto del amanecer-, cuando el sueño pega fuerte y a decir de los campesinos el alma abandona por instantes el cuerpo. En algunas horas más se presentaría el ejército en el cuartel de La Guardia Nacional para llevarse prisionero al capo más buscado en todo el mundo, aquél por el que Estados Unidos ofrecía cuantiosa recompensa. Vendría al mando el general Victorino Guarda, a quien apodaban El Chacal -por su sadismo y crueldad-, quien se hacía acompañar por un doctor cuyo objetivo era mantener vivos a los cautivos para torturarlos durante más tiempo. Pobre del prisionero que cayera en sus manos; triste destino aguardaba a Francisco, el capo de todos los capos.
Rompió la calma un misil que estalló en la zona de dormitorios, del cuartel, volaron cuerpos desmembrados; otro proyectil derribó el grueso portón, vehículos artillados de fabricación artesanal irrumpieron en el patio, mientras un comando -sin cesar de disparar-, corría hacia las celdas, rescataba a Francisco y lo subía en una camioneta blindada que partió veloz. Abrumado por la fuerza de la agresión, el general Bulmaro, cuya vida -extrañamente-, respetaron los narcos, se comunicó con el general Victorino, en busca de refuerzos. ¿Cómo es posible?, dijo el chacal: te engañaron como a un niño, Te espera el consejo de guerra. Más tarde vieron aproximarse un convoy militar a cuyo mando venía el general Victorino. Las tanquetas y los camiones donde se trasladaba la tropa se dispusieron a cruzar confiadamente el río. Al llegar a la mitad del puente explotaron las cargas de dinamita colocadas en sus pilares. Los vehículos militares -destrozados- volaron por los aires antes de desplomarse los cincuenta metros que los separaban de las aguas turbulentas.
Ciudad de México, octubre de 2023.