Por: Mónica Teresa Müller
Corría el año mil novecientos cincuenta y ocho. A mediados de agosto, grupos de alumnos del Colegio Nacional nos habíamos embarcado, como muchos de Argentina, en la defensa de la enseñanza universitaria laica o libre. Lo que estaba en juego no era la libertad de enseñanza garantizada por la Constitución Nacional; estaba en discusión la posibilidad de otorgar títulos habilitantes por las universidades privadas.
A fines del mes de agosto llegamos a la conclusión que nuestras reuniones se llevarían a cabo en un espacio dentro del colegio, pero en el orden de lo secreto ya que no todo el alumnado acordaba con nuestra postura.
El día dos de septiembre y por votación mayoritaria, elegimos el lugar. Aquél estaba ubicado en el primer piso y en un ala del edificio alejado del resto de las dependencias. Por el artilugio de un miembro del grupo de alumnos-celadores de quinto año, el día cuatro ya se había conseguido la llave de la puerta del lugar.
El viernes cinco, los representantes de cada división, nos reunimos para preparar la participación en las manifestaciones estudiantiles frente al Congreso de la Nación. Nuestra situación era complicada porque además de evitar ser descubiertos al ingresar al aula, teníamos que ingeniarnos para estar ausentes en una o dos materias del día.
El aula escogida tenía la estructura de un laboratorio, contaba con gradas, asientos y pupitres que ocupaban el ancho del recinto y estaban divididos en dos filas, aireadas por un pasillo central.
El lugar contaba con dos ventanales oscurecidos por la tierra adherida a sus cristales, motivo que impedía que se vieran las copas de los plátanos de la Avenida Espora, costado del Nacional. Se olía la humedad de encierro mezclado con el olor a combustible y alcohol de quemar. Por falta de uso, ausencia de claridad y ser el último espacio de un corredor secundario casi oculto, el lugar había ganado un nombre: Siberia.
Llegar al escondrijo no resultaba fácil porque se debía eludir a los “libres”, quienes estaban a favor de las universidades privadas y que día tras día se enfrentaban con nosotros, los “laicos”. Pasar una hora en Siberia se consideraba una hazaña, pero poco a poco el lugar se apoderó de nosotros y lo maloliente pasó a segundo plano.
Desde el lunes de la segunda semana de septiembre, la hora en la guarida pasó a dos. Desconocíamos la causa, pero la frialdad de su interior cedió ante nuestra presencia y sus asientos de roble macizo no resultaron tan duros.
Primero se organizó el viaje a la Plaza del Congreso. Sobre el mármol que ostentaba la pureza de su condición, nacieron nuestros escritos. Sentíamos que estar en Siberia era una liberación, una complicidad inviolable; parecía que al permanecer dentro de ella algo inexplicable potenciaba nuestras decisiones. Hablar desde las gradas, sentados sobre las maderas de lustres apenas gastados, cargaba de fortaleza las voces y el eco matizaba los tonos de los discursos. En Siberia, hasta las sombras de los cuerpos sobre las paredes, parecían imponentes.
El jueves estuvo todo preparado. Sobre el escritorio principal del laboratorio, estaban los distintivos color violeta que identificaba a los “laicos” y en contraposición al verde de los “libres”.
En la reunión del viernes doce y por unanimidad, se resolvió no asistir a la convocatoria del quince y sí a la del diez y nueve de la FUA (Federación Universitaria Argentina).
Las paredes del lugar, de blancura deslucida, parecían vivientes por causa de las telas de araña que enredadas, pendían desafiantes en los ángulos superiores del techo.
Nosotros y Siberia; Siberia y nosotros con las propias soledades como paradoja de las propias compañías. Todos éramos adolescentes y, o casualidad, adolecíamos aún como Siberia, de íntimas pertenencias.
El jueves abandonó lo vivido con rapidez y la mañana del viernes diez y nueve de septiembre vio a los jóvenes estudiantes secundarios caminar por la calle Esteban Adrogué rumbo a la estación de trenes.
Todo sucedió como la historia lo ha escrito, pero lo que no se dice es que los alumnos del Nacional dejaron en reserva sus voces y decisiones, bajo la custodia y memoria intangible de: Siberia.