Por:Alejandro Ordóñez

Fieles a la tradición llegaron temprano, primero fueron mis hijos y nietos, luego hermanos y sobrinos. Las mujeres cargaban ramos de azucenas, jazmines y nardos con los que adornaron los floreros; los hombres llegaron con las botellas de mis licores favoritos. Como es costumbre -a petición de las abuelas-, antes de iniciar la fiesta oramos para dar gracias a Dios e implorar sus bendiciones, luego se formaron pequeños grupos de conversación, aquí y allá, todos recordando añejas anécdotas que no por sabidas y repetidas cada año, dejaban de interesar y divertirnos. Como la nostalgia crecía y la tristeza afloraba, nada como unas cervecitas heladas que además ayudaron a soportar el inclemente sol del mediodía. Luego “los fuertes”, como llama el tío Josefo al tequila y al mezcal. Llegada la hora de la comida aparecieron como por encanto y magia de la tía Chayo, cazuelas de barro llenas de arroz, mole, nopalitos y frijoles, acompañadas con tortillas recién saliditas del comal, café de olla -con discreto chinguerito- para las abuelas; y para quien lo apetecieran dulces típicos de la tierra que nos vio nacer.

Resonaban las guitarras, se unían las voces para entonar -en especial- mis canciones favoritas, la melancolía nos desbordaba y entre chillidos y cantos se fueron veloces las horas, pero cuando aquello amenazaba con convertirse más que una fiesta, en un velorio, llegó la redova; entonces sí, envalentonados, se oyó el grito ¡Viva México, cabrones! Y se inició el baile, ¡Ajúa! Taconéyele, taconéyele; ¿qué pasooó raza?, saquen a bailar a la agüelita ¿no ven cómo le brillan los oclayos? Al oscurecer se dio por terminado el festejo, las familias se retiraron mustias y contritas, como apenadas por si hubiese habido algún exceso que pudieran reprocharles. Yo agradecí cumplidamente sus atenciones, aunque por dentro ya me andaba porque se fuesen rapidito, pues esperaba visita, alguien muy especial, y no era cosa de revelar mis intimidades o dar explicaciones a nadie. Al único que parecía no correrle prisa era al tío Hilario, quien gustaba de retirarse al último, hasta haber consumido la última gota de los licores que llevaban. Lo bueno fue que la tía Lupe lo apuraba. Ya estuvo bien, Lacho, te juro por Diosito santo que me está oyendo, que nomás te me vuelves a caer y no te levanto ca… además te he dicho hasta el cansancio que este lugar me altera los nervios, no sé, se me hace tétrico, mira nomás cómo se mueven las ramas de los árboles y escucha el silbido del viento, si hasta parece la queja de un moribundo; además siento una presencia oculta tras ese tronco que desde hace largo rato no deja de mirarme. Ella recogió rápidamente sus cosas y el tío Lacho apuró de un trago su vaso.

Apenas quedé solo percibí cómo iba aumentando el fresco aroma nocturnal de las flores “huele de noche”. Me apresuré a recibirla, nos fundimos en apretado, angustioso abrazo, con la ansiedad y la necesidad de los amantes que han esperado a lo largo de un año el momento del reencuentro. Recuperada la calma observamos las luces de la ciudad, semejantes a un gran nacimiento, el resplandor de la luna, y el titilar de las luciérnagas que, al igual que nosotros, iniciaban aquí o allá sus cortejos nupciales, y en esa paz interior nuestras almas se fundieron en una sola, y nuestros espíritus se convirtieron en una unidad indisoluble. Hubo ocasiones en que guardamos silencio durante largas horas, incapaces de encontrar palabras para describir nuestros sentimientos; otras veces charlamos sin cesar de nuestros encuentros, de cómo inició todo, creíamos de buena fe que nuestra existencia arrancó al conocernos y no es que no hubiéramos tenido experiencias previas, ella había conocido varón y yo mujer, con los que estuvimos casados largo tiempo, pero eso parecía tan lejano, que pensábamos había ocurrido en otra vida.

¿Pero cómo empezó todo? Una noche la vi pasar, lucía desesperada; me acerqué, traté de tranquilizarla, conversamos hasta el amanecer, para entonces su oscura sombra se había convertido en una luz iridiscente, pero he de decir que en esa y en muchas otras noches, al volver a encontrarnos ¿por casualidad?, no hubo sino camaradería, una amistad sincera, o habrá sido que nos negábamos a aceptar lo que sentíamos, porque bien pudo ocurrir que el amor floreciera desde el primer momento, o acaso fue saber que nunca más estaríamos solos; así, sin darnos cuenta, el cariño fue creciendo y llegamos a amarnos en el breve espacio de esa noche eterna que desde entonces nos pertenece.
Empezaba a clarear, llegaba la hora, al igual que lo acostumbraron Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, nos dijimos: adiós amor, hasta el año próximo; cada uno volvió a ser cada quien, y en esa dolorosa separación la vi perderse entre cruces de cantera, vírgenes y ángeles custodios.
Ciudad de México.
Octubre de 2023.