Por Mónica Teresa Múller

Todo había pasado, algo espantoso, cruel y sin embargo, yo no mostraba huellas de pesares.

Un cansancio extremo, como los que se manifiestan tras una ardua tarea, parecía maltratarme “¿Quizás he muerto?”, me dije. “Son tan variadas las ideas sobre el más allá, que a lo mejor estoy en el cielo.”

Se abrió la puerta muy lento. Había penumbra en el lugar, tanta que el naranja y azul reflejados por mi cuerpo, se confundieron. Alguien me acarició.
— ¡Qué hermosa! ¿Es muy vieja?
De quién era esa voz que preguntaba tal ridiculez. Vieja, una que tiene todo por delante. Absurdo.
— Es antigua. Hace un mes se la compre a un hombre- le contestaron.

Tuve necesidad de reír, pero solo fue un deseo. Entonces recordé la figura de Inés la primera vez que me vio, estaba impecable, elegante y caprichosa. Martín a su lado resaltaba entre las sombras del local. Él me pareció todo un caballero, un hombre gentil. No me detuve en su mirada. Algo cuchichearon con Simón, el anticuario.

Me molestó el encierro y el ruido a papel madera. Cuando desperté ya no había penumbra; la estancia asignada para mí era luminosa. Reconocí que no estaba en el cielo sino en la sala de la casa de Inés y Martín, que me trataron como algo propio.

A Martín le gustaban los bizcochos hechos al horno con las formas de los moldes de latón, pero Inés odiaba cocinar. Él la cargoseaba y pedía que los preparara, muy en contra de los deseos de ella. “La ciencia…”, pretendí pensar, “la ciencia del amor se equivocó”. No supe en qué momento sentí dolor en mi cuerpo e imaginé cerrar los ojos y luego abrirlos. Quién sabe qué mezcla de sedativos me habían colocado. Martín me tenía entre sus manos. Mi cuerpo roto ante mi supuesto asombre, apareció reparado.

Los gritos de ella eran desaforados entonces, fue la primera vez que lo miré. No solo me cautivó la blancura de su ropa sino también el negro intenso de sus ojos puestos en mí. Me arrebujé en la pechera de su camisa y en los brazos del suéter.

“¡Loca! Reverenda loca”, pretendí gritar. Pobre hombre, pobre Martín, su nombre me pareció grave y bienhechor. Ella me había dejado resbalar, se quedó con las manos vacías y yo con el corazón, si lo tengo, deshecho. Él me había salvado, me habló y recibió mi silencio con toda naturalidad.

Durante la tarde de un domingo mientras Inés dormía su acostumbrada siesta, Martín preparó la masa para los bizcochos a los que les daría forma con los moldes de latón. Él dejaría de ser un bizcocho de arcilla, manejado por Inés. Basta de los caprichos de ella, a su pobreza de amor y compañía. Yo observaba todo con el entendimiento incondicional que ofrecen los amigos. Martín me trasladaba a los lugares de la casa en los que él estaba.
— Ya veré como nos vamos a comprender- murmuró.

Él era joven y la juventud es impulsiva, audaz. Sin lograrlo, yo trataba de ser igual.
Había traído del baño un pequeño frasco. Al volcar unas gotas dentro de mí, se incluyeron entre las grietas aún abiertas de mi herida. La amargura del líquido lo combinó y mezcló.
Los bizcochos horneados justo a las cinco de la tarde, ocuparon el lugar favorito de la mesa sobre un plato azul junto a la taza de té de Inés.

Aquello que pasó, naturalmente lo comprendo ahora que estoy distante del ayer.
Los nervios de Martín estallaron, llegó a la desesperación. Su bondad no pudo devolverle el equilibrio. Ese es un resorte tan complejo. Se desbordó, se cansó de Inés, de sus caprichos, de su locura. Igual, pobre Martín, ahora lo está pagando.

Mi amor de porcelana fue frío, fue un sueño sólo mío. Él me dejó con Simón, el anticuario. Volví a jugar mirando a los latones con forma para hacer bizcochos horneados, crocantes.
Yo aquí en la tierra y no como Inés en el cielo o en el infierno quizás. Pretendo escuchar una voz que me regresa al ahora.

— ¡Qué hermosa jarra! Tiene un número grabado ¿Será de colección? La llevo.
Bufo en silencio y me persigno sin manos.