Por: Alejandro Ordóñez

Sin duda alguna somos considerados el mejor despacho de detectives privados del país, por lo que fuimos contratados para hacernos cargo del llamado caso Monrow, referido al asesinato de su joven hija.
Era una tarde de domingo, se antojaba placentera, cuando de pronto sonó el teléfono, era el magistrado Monrow. Necesito verte de inmediato, estoy en Funerales García Domínguez, ven, aquí te explicaré el motivo. Sin más referencias me presenté en ese lugar, preguntándome cómo lograría dar con él. la respuesta la hallé en el pizarrón de la agencia.

Señora Elizabeth Monrow, capillas uno y dos. Me dolió de veras enterarme súbitamente de tan terrible noticia; la conocí cuando era niña, una chiquilla con ángel y carisma, tímida en el fondo, y en ocasiones con semblante melancólico o triste. ¿Qué habría ocurrido? Llegó por mi espalda, me abrazó con fuerza, no lloraba o los lentes oscuros impedían ver sus ojos, pero estaba abatido, a unos pasos su esposa y su yerno se abrazaban y lloraban tratando de consolarse mutuamente. No sabemos qué pasó, escuché, debió ocurrir al filo de las diez de la mañana; Mi yerno salió antes de las siete, ya sabes, permanece en el parque con sus amigos corredores hasta el mediodía. Se cayó por las escaleras, todo parece indicar que fue un accidente, pero no estoy tan seguro, me preocupa que la prensa aproveche y me enlode en momentos previos a las elecciones de la presidencia de la judicatura; aunque no me la creo, no me la creo. Estoy convencido de que mi hija fue víctima de un acto criminal. ¿Puedo ir a la casa de ella antes de que los trabajadores domésticos destruyan alguna evidencia -pregunté-? Por supuesto. A ver, dijo a su yerno, ven acá, mira, el abogado se hará cargo de este asunto, háblale a la muchacha y dile que lo deje entrar y obedezca sus instrucciones. Señor, si usted está de acuerdo me gustaría contar con un apoyo dentro de la fiscalía. Ya lo pedí, será el subfiscal de procedimientos quien se coordinará contigo.

Acompañado por el subfiscal me trasladé a la central del sistema de cámaras de vigilancia, llamado K 7. Los resultados fueron contrastantes porque las calles de ese barrio residencial están cubiertas por enormes árboles frondosos que ocultan la acera y el carril derecho de la avenida. Logramos ver algunas partes de un automóvil gris estacionado a la vuelta de la mansión, sin lograr identificar el modelo ni el número de placas; vimos también, fugazmente, a un transeúnte cuando dio la vuelta a la esquina. Era un hombre de mediana complexión, vestía ropa deportiva negra, la capucha del rompevientos cubría su cabeza, la máscara antivirus y grandes anteojos negros impidieron ver más detalles. Cargaba una pequeña caja de cartón, con un logotipo irreconocible. En otro video vimos al mismo hombre salir de la casa, a las 10:08 de la mañana, caminó pausadamente, dio vuelta en la esquina y abandonó el sitio, probablemente en el auto gris no identificado.

Llegamos a casa de la pobre Elizabeth, la sirvienta había obedecido las órdenes, todo seguía intacto. Era notoria la pantufla volcada en el séptimo escalón, yendo de abajo hacia arriba de la magnífica escalera y la otra en la planta baja; un diminuto charco de sangre y dos moñitos desprendidos de la bata complementaban el cuadro; descarté la idea de un accidente, el golpe debió ser brutal, tanto como para hacerla volar desde la mitad de la escalera hasta el vestíbulo. Contrastaban con la limpieza de la alfombra, algunas manchas de una fina arenisca colorada, salí al patio delantero donde hallé la tenue huella de un tenis, en medio de una mancha colorada. Pedí a la trabajadora me entregara la bata usada esa mañana por la señora, así como la ropa interior de ese día y del anterior, junto con las sábanas, edredón y cepillo del cabello, guardé todo en bolsas de plástico. Fui al estudio de la joven, revisé los cajones del escritorio donde hallé un cuaderno con anotaciones personales, así como algunos dibujos infantiles y otros recuerdos de su infancia. Descarté el robo como móvil del crimen pues había joyas a la vista y la caja fuerte no estaba violentada.

El lunes, acompañado por mis socios fuimos al funeral, nos distribuimos entre los asistentes, sin notar algo anormal. El martes, antes de las seis de la mañana, las cámaras del K 7 captaron al viudo cuando salía de casa y se dirigía al parque público donde suele correr, para nuestra mala fortuna el sitio no cuenta con cámaras de vigilancia, razón por la que ignoramos lo ocurrido dentro. Al día siguiente nos apostamos -desde la madrugada- a un costado de la mansión, seguimos al viudo hasta el bosque. Detuvo su auto a un costado del único vehículo aparcado en el estacionamiento, entró en el mismo, permaneció ahí unos quince minutos, sin poderse apreciar mayores detalles por los cristales polarizados y la oscuridad reinante. Por fin salió del auto, acompañado de una rubia cuya belleza resaltaba por la elegante ropa deportiva. Corrieron juntos algunos kilómetros, se despidieron con besos en las mejillas, en el ínter tomamos fotografías del vehículo, luego seguimos a la dama hasta su departamento y posteriormente a su oficina, con la novedad de que ambos trabajan en la misma empresa.

Tomamos muestras de ADN del viudo, del personal doméstico -hombres y mujeres-, así como de los trabajadores manuales, de la casa; el magistrado se incomodó cuando insinué la conveniencia de contar también con su muestra, me disculpé y desistí. Ahora voy a resultar sospechoso del crimen de mi hija, dijo, el tiempo apremia, no te distraigas. Guardé silencio. Con el fin de obtener más información desayuné con él en el club de tenis donde acostumbra ir cada mañana. Tengo una sospecha -afirmó-, fue el cártel de occidente, estoy muy molesto conmigo mismo, fui omiso, debí poner escoltas a mis seres queridos; esos criminales no me perdonan el haber aprobado la extradición de su líder, a los Estados Unidos. No lo vi venir, dijo entre sollozos, me las van a pagar. Intenté convencerlo, sin éxito, que lo anterior era poco probable pues no es el modus operandi de los cárteles.

Estábamos en un callejón sin salida, vimos por enésima vez el video donde se aprecia la llegada del hombre de negro. Lo analizamos cuadro tras cuadro, detuvimos la imagen, amplificamos la caja de cartón, era de Amazon. Llamamos a esa compañía, preguntamos si habían hecho alguna entrega reciente en esa dirección. El resultado fue negativo. Casi nos dábamos por vencidos cuando un joven becario expresó una idea. ¿Y si fuera un regalo de la amante del marido? Genial, pensé, ¿cómo no se me ocurrió? Con el número de placas de su vehículo confirmamos su dirección y obtuvimos copia de su licencia; volvimos a llamar a Amazon con la súplica de que en caso afirmativo nos mandaran fotografías de los artículos comprados. El resultado fue positivo, frente a nuestros ojos se desplegaron las fotografías de unos tenis negros y de elegantes pants del mismo color, con capucha en la chamarra. Eso cambiaba todo, al parecer teníamos por fin un sospechoso. Tal vez la pareja decidió deshacerse del obstáculo que les impedía vivir juntos. Más alegría nos dio al recordar que el auto de la rubia y el que estuvo estacionado a un costado de la residencia, son del mismo color. Claro, afirmé, por eso no le costó trabajo abrir las cerraduras del portón y de la entrada al inmueble, traía las llaves; además conocía de sobra los movimientos de la casa y hasta la casa misma. La mujer estaba sola, lo sabía porque la trabajadora doméstica tiene libres los sábados en la tarde y los domingos. Además, resolvía una duda importante, la señora, al bajar por la escalera dio la espalda a su agresor, quedó inerme y eso sólo se hace con alguien en quien confiamos. Regresamos a la casa, revisamos el vestidor del señor y ahí estaban esperándonos los pants y los tenis negros. De la suela nueva del calzado extraje algunas piedrecillas rojas atoradas y las mandé al laboratorio para ver si coincidían con la fina arenilla colectada en la escalera. Intervenimos los teléfonos de ambos amantes y solicitamos copias de los mensajes de WhatsApp, enviados entre ellos. En realidad no hubo nada comprometedor, como no fueran sus fantasías sexuales.

Del análisis del ADN hecho a la ropa interior se concluyó que había tenido sexo con dos personas distintas, una el viernes y otra el mismo domingo. Sólo la primera correspondía a su esposo. Como si nos hiciera falta algo, el joven becario nos desalentó al afirmar que los pants negros decían poco, porque él y sus amigos tenían ropa muy parecida.
Reuní las pruebas que nos habíamos allegado, más otras dos obtenidas de manera poco ortodoxa; pedí audiencia con el fiscal general de la nación y le planteé mi hipótesis final. Me escuchó atento, su cara denotaba preocupación. Guardó prolongado silencio, por fin me pidió aguardara unos minutos, salió de la sala de juntas y entró en su despacho, de donde no volvió sino pasada una hora. He llamado a Monrow, dijo, viene para acá.

Señor, escuché su voz severa, el abogado aquí presente ha concluido su tarea; tal y como usted lo solicitó ha sido una investigación privada, por ello no hay registro oficial de sus diligencias ni actuaciones realizadas. Me apena decirlo, pero del análisis de las evidencias obtenidas hemos llegado a la conclusión de que el presunto asesino de su hija Elizabeth, es usted mismo. El magistrado Monrow se puso de pie violentamente, con el rostro enrojecido y tono agresivo espetó: me está usted difamando, señor fiscal, y eso no se lo permito a nadie, hablaré con el mismo presidente de la nación, además me reservo mi derecho, lo voy a demandar judicialmente por esta calumnia. Como guste, haga un escándalo, la opinión pública hará escarnio de usted, pero le sugiero no precipitarse y escuchar al licenciado.

Señor, empecé con voz tartamudeante. Las evidencias lo acusan. Hallamos restos de esperma en la ropa interior usada por su hija el día del crimen, coinciden sin lugar a dudas con su ADN. Miente, contestó, cómo puede afirmar tal si no me han tomado muestra alguna. No es exacto, el día del desayuno en su club de tenis, mientras usted iba al baño extraje la copa donde tomó su jugo y la mandé al laboratorio; un par de vellos púbicos encontrados en la sábana de la cama de su hija confirman la noticia; además, de la bata usada por ella esa mañana, extrajimos fina arenilla roja que se desprendió de sus tenis al momento de golpearla por la espalda, la cual coincide con la muestra tomada en su club, en ese mismo desayuno. Señor magistrado, ¿desde cuándo abusaba de ella? Me ofende usted, licenciado. ¿Cómo fue? ¿Era muy chica para darse cuenta de la que hacían? En el archivo de su hija localicé un dibujo que los psicólogos podrán interpretar para demostrar su villanía; debió ser una criatura, tal vez todavía no sabía escribir, estaba en un cuaderno de sus años de kínder, se trata de una nena rubia como ella, acostada boca arriba y encima de ella un hombre -boca abajo- con barba como la suya. Sí, una niña semejante a ella, violada por un hombre parecido a usted. No pueden hacer eso, soy un importante personaje del Estado, piensen en la oposición, la opinión internacional, se desprestigiarían a sí mismos. Caería un baldón sobre el gobierno, a nadie le conviene denigrar al propio país. Abusó de su hija cuando era pequeña -aseveré- por eso no atinó a comprender lo que ocurría y se le hizo normal, tal vez más tarde halló placer en esas relaciones, pero al casarse descubrió la gravedad de sus actos, y lo amenazó no sólo con no volverlo a ver, sino con contárselo, ¿a quién? ¿A su madre, a su esposo o a la opinión pública?

Magistrado, dijo el fiscal general de la nación, quien por primera vez tomó la palabra. Tiene usted razón, a veces la justicia, tal y como la definiera el célebre jurisconsulto Domicio Ulpiano, debe ser sacrificada ante los intereses supremos del Estado; lo tengo por hombre ilustrado, supongo recordará a Erwin Rommel, el célebre mariscal alemán de la Segunda Guerra Mundial, quien participó en una conjura fallida con el propósito de asesinar a Hitler; una tarde vio -desde su ventana-, la llegada de una motocicleta con side car, de las S. S. nazis. Ya en su despacho el comandante dijo que estaban enterados de su papel en la conspiración contra el führer, el castigo sería ejemplar; sin embargo, dados los servicios prestados a la patria tenía frente a sí dos caminos: el de la ignominia o el del honor, y al decir lo anterior dejó sobre el escritorio una pistola Luger. Arrancaba la motocicleta, cuando se escuchó una detonación proveniente del privado del mariscal. Así es, magistrado, como ocurrió con Rommel, también usted tiene dos caminos, el de la ignominia o el del honor…

Ciudad de México, noviembre de 2023