Por Mónica Teresa Müller
La temperatura agradable durante las noches de noviembre había impulsado la reunión familiar. Por tal causa y para disfrutar del encuentro, los dueños de casa lo organizaron en la terraza.
La parrilla mostraba trozos de vacío, varios chorizos y morcillas que eran vigilados por Flavio. Sobre la mesa ubicada debajo del quincho, la famosa picada previa a la comida principal, hacía gala de rebanadas de salamín y trozos pequeños de queso. De más está decir, que un buen aperitivo era saboreado por los invitados. Las botellas de gaseosas, agua y vino tinto, esperaban el instante para que las trasladaran a la mesa.
Alrededor del amplio lugar, las plantas cuidadas a diario por Malu, la dueña de casa, habían sido resguardadas en un rincón, lejos del calor que emanaba la parrilla.
El único problema consistía en que si bien habían comprado un mueble para guardar la vajilla, no se lo habían entregado. Por eso, debían buscar lo que necesitaran en el primer piso de la vivienda.
Sentados en una esquina de la mesa, tres primos charlaban sobre temas laborales y las señoras se recomendaban series de Neflix; los dos niños pequeños pateaban una pelota bajo la mirada del dueño de casa y el tío, que estaban atentos al asado. Mientras, la madre y hermana de Malu preparaban junto a la tía, una ensalada.
Un toldo de color verde cubría el enrejado que rodeaba el espacio al aire libre con la finalidad de ocultar a los ojos del vecindario, la privacidad de las reuniones.
Cuando se terminó de preparar la ensalada, la madre y la tía bajaron a la cocina para buscar una fuente y cubiertos que faltaban.
Las cuatro ventanas del primer piso daban a la calle. Una era de la cocina. Al pasar y por casualidad, la tía se paró frente a ella para observar el exterior.
— Mirá…- dijo en voz muy baja a su acompañante- me parece o hay un tipo agachado junto al auto de Flavio.
— No se ve muy bien por las sombras de los árboles, pero tenés razón, es una actitud sospechosa, como si estuviera robando una cubierta. No hagamos ruido, subí para avisar, yo llamo al 911.
La tía subió con apuro y en unos instantes bajaron todos como echando chispas.
— Tranquilos chicos- aconsejó el tío- puede haber más tipos y estar armados. Esperen a que llegue la policía.
— No nos acerquemos todos a la ventana que se puede avivar- comentó uno de los primos.
— Hay una mujer en la vereda que me parece que es la que hace de campana. Mira para todos lados.- acotó una prima.
— Voy a bajar. Llevo el rebenque que tengo de adorno
— ¡No, Malu! Quédense… esperen unos minutos.
Mientras tanto la tía hablaba con la operadora del 911, que le indicaba no salir y esperar a que llegara la patrulla que estaba a unas cuadras.
Los dueños del auto no hicieron caso a las recomendaciones y fueron a la planta baja. La dueña de casa, no bien pisó la vereda, comenzó a gritarle al supuesto ladrón mientras agitaba el rebenque y Flavio la sostenía para que no corriera.
Cuando estuvieron junto al hombre, los miró, la mujer que estaba en la vereda se ubicó al lado de ellos. Ante la pregunta de Flavio “¿Qué corno estás haciendo?”, justo en el momento en el que frenaba la patrulla, el sospechoso contestó:
— Soy el vecino nuevo. Estoy buscando a mi gatito que se escondió.