Por Alejandro Ordóñez
Para Radio Educación
A la memoria de Emilio Ebergenyi
Llegó corriendo a su casa, aventó el saco sobre el sofá, aflojó la corbata, prendió el aparato de sonido justo en el momento en que un bandoneón gemía su canto gris, luego la música disminuyó y una presencia cautivadora llenó el cuadrante. ¡Amigos, esta noche, tango! Escanció vino tinto en una copa mientras se preguntaba cómo empezó todo. Bueno, se corrigió a sí mismo. ¿Qué era todo? En realidad, era nada; un simple juego que no conduciría a ningún sitio, porque ¿quién era él? Un don nadie, un maestrito de la Facultad de Filosofía, eterno aprendiz de escritor. Había visitado editoriales, como cuentan que lo hizo Jesús en jueves santo, sin que alguien se atreviera a publicar sus esperpentos -que dijera Valle-Inclán-. Y en cuanto a los romances parecían estarle negados, pues su carácter hosco, unido a su timidez, espantaban a cualquier Dulcinea. Por lo que respecta a ella, no la conocía, ni siquiera en fotografía, nunca pensó que fuera importante. Sabía que era apreciada por la audiencia, los oyentes coincidían al asegurar que era la voz más sensual de la radio; poseía amplia cultura, como pudo comprobar por sus comentarios; en cuanto a su físico, dijo ser morena clara, menudita, baja de estatura, flaca, de carnes esmirriadas. No soy un monumento, ni una mujer plástica, dijo alguna vez, si lo fuera estaría trabajando para la televisión o el cine, en lugar de hacerlo en una modesta estación de radio. Soltera, respondió a algún preguntón. Los hombres rehúyen a las mujeres que poseen alguna preparación y cultura; lo dijo Rosario Castellanos, “Mujer que sabe latín, no tiene marido ni tiene buen fin”.
Todo empezó como un juego y en estos tiempos en que la gente se relaciona mediante fotografías trucadas y biografías inventadas, difundidas a través de las redes sociales, él la conoció por su cultura y sensualidad, que además no admiten tretas ni artilugios; ella lo hizo a través de esa comunicación escrita que se desarrolló bajo grandes auspicios y le ayudó a conocer el pensamiento de ese hombre respetuoso y educado que prefería mantenerse entre las sombras del anonimato. Le bastaba Teclear en el móvil: “Uno va arrastrándose entre espinas, y en su afán por dar su amor, sufre y se destroza hasta entender, que uno se ha quedao sin corazón”, para que Susana Rinaldi inundara la habitación con su estilo prodigioso, entonces él volaba, soñaba, imaginaba que lo anterior no era una casualidad y le daba por pensar que la pieza iba con dedicatoria, pero por si lo anterior fuera poco, apenas se extinguía el último acorde, se escuchaba la grave entonación de ella, capaz de derretir el hielo de los polos: “Si yo tuviera el corazón, el corazón que di, si yo pudiera como ayer, querer sin presentir, es posible que a tus ojos que me gritan tu cariño, los cerrara con mis besos…” y entonces sí, soltaba amarras, se servía otra copa de vino y se embriagaba con su voz. Alguna vez, envalentonado por la ingesta de una botella entera de tinto, decidió ser audaz. Aguardó toda la semana y el siguiente viernes, bajo un terrible aguacero fue a una florería para enviarle en forma anónima una hermosa rosa roja. Era tal su impaciencia que fumó un cigarrillo tras otro y bebió varios tintos; por fin, en la hora indicada, escuchó el inicio de una melodía, pero no, no era un tango, como ocurría siempre; tampoco era la Rinaldi, o el zorzal criollo, era Leonardo Favio que volvía del pasado para darle puntual respuesta: “Hoy corté una flor, y llovía y llovía, esperando a mi amor, y llovía y llovía, presurosa la gente pasaba, corría…”
Alguna vez, por razones no explicadas, el programa dejó de transmitirse durante varias semanas. Con el coraje que da la desesperación decidió presentarse en la estación y no salir hasta que no le dieran noticias ciertas de dónde hallarla, pero al llegar ahí se encontró con una férrea vigilancia, nadie podría ingresar a la estación si no estaba autorizado. El indómito valor desapareció y se fue como perro, con la cola entre las patas; no obstante, otro viernes bienaventurado escuchó los acordes del bandoneón y luego un saludo con acento porteño: Amigos, esta noche, tango… Presa de los nervios tecleó a toda velocidad: “Nostalgias de escuchar su risa loca, y sentir junto a mi boca, como un fuego su respiración, angustia, de sentirme abandonado, y pensar que otro a su lado, pronto, pronto le hablará de amor…” Terminada la canción escuchó a esa mujer sensual de la que se estaba enamorando: “Quiero emborrachar mi corazón, para apagar un loco amor, que más que amor es un sufrir, y aquí vengo para eso, a borrar antiguos besos, en los besos de otra boca…”
Y se fueron los meses, ¿o los años?, sin que ninguno de los dos hallara el valor para dar un paso más en firme, pero así como las circunstancias pueden unir los caminos, también suelen confabular en contra. El quiebre del destino lo provocó una beca para ir a estudiar una maestría en la institución que al ser fundada llevara el nombre de Universidad Literaria de Alcalá de Henares, misma que tuviera ilustres maestros como don Antonio de Nebrija y estudiantes tan connotados como San Ignacio de Loyola; a su regreso la buscó sin éxito, resignado se dedicó a dar los toques finales a la novela con tintes autobiográficos que escribió durante su estancia en España. Contrario a lo que esperaba, una editorial se hizo cargo de su publicación. La crítica fue generosa con ella y pronto “Esta noche, tango” subió a los primeros lugares en ventas. Terminaba la presentación, la larga fila para obtener su autógrafo se extinguía, contrario a las elegantes damas que habían acudido al evento, se acercó una morenita clara, menudita, flaca, carnes esmirriadas, vestida de manera informal, extendió su ejemplar y con voz y ademanes sensuales, preguntó: ¿Podrías firmarlo?
Ciudad de México, noviembre de 2023.