Por Mónica Teresa Müller

 

La calle le parecía más ancha de lo que era. Zona de pasajes de tierra inmersos en la gran ciudad. Pozos en los pasos, que no eran caminados por quienes debían saber de las carencias del barrio. El aire estaba privado de aromas agradables, que perfumaran una pobreza digna.

Las casas con paredes de ladrillos a la vista por falta de cemento para el revoque, trataban de permanecer erguidas, sin vergüenza y altivas por servir para cobijar el desamparo de los hombres a los hombres.

Lo insuficiente se hacía sentir día tras día. Cada familia era parte de una historia diferente con personajes propios e insustituibles. Y la duda de no saber qué podía atropellar a la ilusión, era el interrogante diario.

Rulo, como todas las mañanas, cargaba en la mochila los muñecos pintados sobre piedras, cuyas formas semejaban figuras de personajes infantiles. Sabía que no eran perfectos, pero lo que podía juntar con la venta lo destinaba para la comida. Su hermana mayor, con apenas dieciséis años, se había hecho cargo de él.

– Rulito, se hace tarde para ir a la escuela.
La abuela, desde la única habitación de la casa junto a la de ellos, cumplía la misión de despertarlo. Ignoraba qué les pasaba porque, para ella, lo importante significaba que no estuvieran molestando la llegada continua de sus muchos amigos.

Seguro que iba a la escuela, pero día por medio o salía antes con alguna escusa de malestares. Los casi once años le habían enseñado demasiado.

Su hermana limpiaba alguna casa del vecindario cercano al centro comercial o cuidaba niños de vez en cuando, pero no alcanzaba. Rulo pensaba que las vacaciones escolares le darían el tiempo para tratar de recaudar lo más que pudiera.

El día lluvioso lo despertó con un trueno. Era Julio, un mes de fríos que castigaban duro cuando el viento se colaba por las hendijas. Había llegado su día, el de apagar las velas, el de los regalos ausentes, el día que deseaba comer una torta con crema y dulce de leche que le ensuciaran los dedos. Salió del cuarto cuando débiles rayos de sol anunciaban el retiro de la lluvia.

El sabor a la torta nunca disfrutada se mezclaba con lo salobre de las lágrimas. No, no quería llorar frente a su hermana, tenía que sacar valor y lograr el cometido.

– Regreso a la tardecita, hermanito valiente- le había comunicado su hermana- voy a cuidar a un bebé.

Una mujer entró a la confitería. La soledad había hecho estragos con su positividad y entereza. Se le había antojado comer masas a pesar de la prohibición del médico de cabecera.
Estaba por hacer el pedido cuando ingresó al local un niño con una mochila y en una de las manos un rollo de billetes.

-Hola- saludó la empleada- qué deseas.

Lo miraba con desconfianza, como si pensara que el pequeño le podía hace daño.
Rulo pasó la mano con el rollo por sobre el mostrador.

– Agarre, quiero una torta de crema y dulce de leche.

La empleada lo contó y con un gesto le demostró a la clienta, ubicada junto a Rulo, que el dinero no era suficiente entonces, se lo devolvió. Aquella observó al niño y vio la figura de aquél hijo que partiera para siempre. En vez de elegir las masas, señaló una torta de la heladera. Los ojos de Rulo la miraban como si en ese momento hubiera perdido una fortuna. Retorció el rollo de billetes cuanto pudo.

No bien la torta de crema y dulce de leche estuvo lista para llevar, la clienta la retiró y se la entregó al pequeño. El: “Gracias, Doña” y el abrazo que le dejó humedad en el sacón, fue suficiente para ambos.