Por: Griselda Lira “La Tirana”
La conocí en Texcoco mientras bajábamos los caballos del remolque; se acercó a mí solicitando ayuda porque su hermano Jorge la había dejado sola con toda la responsabilidad de un equipo de escaramuzas. Era menuda, mal encarada y distante; no era bonita, era chula, era fuerte, era muy guapa. No obstante, nostálgica.
Noté que le costó acercarse a mí, pero venció su arrogancia; a leguas se notaba su espíritu indomable, se distinguía por ser la única mujer entre tanto ranchero burlón. Era regia.
– Oiga, buenas tardes, disculpe que lo moleste señor, mi hermano Jorge anda allá en esa cantina de briago y yo, pues tengo que mover este remolque al otro lado del ruedo. ¿Sería mucho pedirle que me ayude a manejar la troca mientras saco a los caballos para que las muchachas se vayan encaminando a la competencia? Ellas se están poniendo las pestañas postizas y no quiero interrumpirlas, usted ya sabe lo que es tratar con hembras hermosas, diría mi padre, puro producto para caballero.
No la iba a dejar sola, era mi orgullo de hombre; no sé qué tenía esa mujer, pero me dejó pendejo, asentí con una cara embobada por tanta seguridad, la autoestima inquebrantable, los ojos radiantes y la palabra seria de un militar. Los piececitos de una geisha. Se me salió el exiguo corazón que aún tenía y tuve que controlar la hormona detrás del cierre de los pantalones, sentí que se me caían las chaparreras.
Le pregunté su nombre, pero me ignoró. Simplemente me dio las gracias por el apoyo y me dijo,
– ¿Cuánto le debo?
– No señorita, los favores no se cobran, es un placer ayudarla.
– Bueno, pues, muy amable y a darle porque se nos hace tarde.
Pensé en ella toda la tarde; y ya, medio entrado en copas, anduve como alma errante preguntando su nombre, hasta que un caballerango me dijo muy serio,
– Se llama Quetzal, pero mejor ni te acerques, esa mujer no es como las otras, esa mujer es pura magia.
Jorge Prado era el primogénito de don Abraham, pero como al albacea de un testamento, se le subió el poder a la conciencia y olvidó a los otros hermanos; era terco, prepotente y violento. Arcadio, el hermano que se fue a la capital para estudiar ingeniería, no tenía interés por el campo, contaba con un capital para tres generaciones y las intrigas de la familia no le importaban; solo Quetzal amaba sus raíces, su pueblo y a los campesinos que hicieron rico a su padre.
Como no podía quitar de mi mente a Quetzal, la fui a buscar hasta su pueblo con el pretexto de invitar a su equipo a una exhibición ecuestre, pero no me recibió, mandó a su administrador a darme las gracias.
Ante tal obsesión y por consejo del caballerango, comencé a buscar en los diccionarios el significado del nombre Quetzal; yo era un pobre ignorante sin estudios, un hombre hechizado por la luz de sus ojos inquietos, el brillo de su cabello, la nimiedad majestuosa de su cuerpo.
Volaba en mis sueños,
la tomaba en mi mano,
acariciaba sus alas y después,
la dejaba libre
porque Quetzal,
era sagrada para mí,
Quetzal era el México indomable
al que no se le puede exhibir en una jaula marital.