Por: Mónica Teresa Müller
Pensé en círculos que se cierran y se abren, como espirales gigantes o serpientes intentando morderse sus propias colas.
“Sí”, me dije. La vida es eso, un círculo en constante movimiento; una voraz serpiente que trata de engullirte sin que muestre en la mirada alguna previa provocación.
Me vi regalándole a una tía, muy querida, un corazón de pañolenci, aquellos que se rellenaban con algodón y se entregaban el día de la madre. No recuerdo por qué a ella, pero deduzco que la causa fue porque cuando me quedaba en su casa, sustituía de alguna manera, la presencia insustituible de mi madre. La tía Elena cocinaba, lavaba mi ropa, me peinaba trenzando la cabellera que cuidaba enjuagándola con jugo de limón, “…para mantener el rubio y brillo”, decía.
Yo no tenía abuelos; había conocido a la abuela materna cuando su cabecita no funcionaba muy bien, pero deseaba tenerlos y que me mimaran como contaban mis amigas que lo hacían. Y la tía Elena los suplía de alguna forma. Era un parche en el cuero con que los acontecimientos me habían vestido.
Pasaba muchos días en su casa, creo que los acontecimientos a los que me refiero, debían cumplir con la serpiente que se muerde la cola. Sentir que podía estar en otra casa que no fuera en la que vivía con mis padres y crear pertenencia sin costo alguno. Bueno, pensando con profundidad, había un costo, canjear amores paternales por amores suplentes. No preguntaba nada porque, ahora supongo, la intuición me lo prohibía.
El esposo de la tía Elena era un hombre al que le gustaban las plantas y a ellas dedicaba sus horas libres. Guías de alambre, cerraban la galería que estaba al final de la casa y lindaba con el jardín. En ese cruce de metales trepaba la dama de noche, que perfumaba las mateadas en horas del anochecer. Descansábamos en los bancos y charlábamos, sobre todo de la naturaleza.
¬¬¬—- Ves los tomates- comentaba el tío – hay que ponerles cañas y atar las planitas para que no caigan sobre la tierra.
Y noche tras noche, los tomates eran suplantados por la planta de orégano, la lavanda o el perejil.
Con mis siete años, lo escuchaba con atención. Adoraba que me dejara peinarlo, “…como a Sarmiento, tío”, le aclaraba feliz porque había aceptado que peinara su pelada con un cepillo nada suave.
En aquellos momentos, que ocuparon días y hasta algún mes completo, no imaginábamos que el círculo se cerraba minuto tras minuto.
Una mañana de Mayo, cercana al veinticinco, que esperaba ansiosa porque mami me había preparado para recitar en el colegio una poesía simbólica a la fecha patria, sonó el timbre muy temprano. Era uno de mis primos mayores.”Vamos para tu casa”. No pregunté nada, acomodé algunas cosas dentro de aquel portafolio escolar. Estaba contenta, había soñado con mami que me aguardaba porque se había curado. Saludé a mi tío mientras, mi corazón latía fuerte por la ilusión que me ahogaba.
Estaba tan alterada que no me di cuenta que mi tía no estaba. Tampoco imaginé que el círculo se había cerrado, que la serpiente había llegado a morderse la cola, y que a partir de ese momento, la casa de mis tíos sería también, mi casa.