Por Alejandro Ordóñez
Nico y yo crecimos juntos, aunque él era mayor fuimos amigos inseparables. Su mamá trabajó en mi casa y el niño creció como si fuera un miembro más de la familia; si bien nuestras vidas fueron distintas, estuvimos en contacto durante mucho tiempo; lo acompañé en su boda y en los funerales de su esposa, cuya muerte le causó profundo dolor. Desapareció durante años, luego supe que trabajaba de guardafaro en una despoblada e inhóspita isla del Caribe a la que cada semana llegaba un barco con provisiones y los insumos necesarios para el funcionamiento de la lámpara. Tiempo después cambió el tono de sus cartas, estaba enamorado de una joven que decía amarlo tanto como él a ella, no obstante la diferencia de edades.
Durante meses insistió en que lo visitase, si finalmente acepté fue por las ganas de recordar nuestras aventuras y porque la soledad de aquel islote me daría la tranquilidad y me permitiría la concentración necesaria para escribir una novela que tenía en mente.
Abordé el barco, tras una hora de navegación llegamos al atolón. El mar inusitadamente calmo nos permitió llegar sin contratiempo hasta el rústico muelle; al capitán le intrigaba mi visita, preguntó si iba en busca de un tesoro; antes de desembarcar me contó la historia: corría el Siglo XVI, una carraca española cargada de oro y joyas partió de Cartagena de Indias con destino a Cádiz. Sorprendidos por un huracán buscaron refugio a sotavento de la isla, pero la tormenta los hizo encallar en los arrecifes de coral. Algunos hombres lograron sobrevivir hasta que llegó el rescate, alimentándose con los huevos y la carne de las abundantes aves. Siglos después los cazadores de tesoros buscaron en vano los restos del navío, tenían la esperanza de recuperar las riquezas que llevaba, hasta que por fin se dieron por vencidos.
El reencuentro con Nico fue emotivo, su pareja se unió a nuestro abrazo. Era delgada, bajita, de caderas anchas y busto generoso, su sensualidad y alegría eran desbordantes.
Vivían en una casa de piedra, al pie del faro. Esa noche descubrí el porqué Nico estaba loco por ella. Los gemidos y gritos de placer se escuchaban en mi habitación, a pesar de los gruesos muros; noches después me pregunté si no estarían tratando de inquietarme en un juego perverso, porque desde el inicio ella fue atrevida y coqueta, ante el notorio beneplácito de Nico quien sonreía con la conducta seductora de ella. Sus escotes eran pronunciados y al sentarse subía su falda para mostrar sus torneadas piernas. Había escuchado de tipos a quienes excitaba ver a su mujer siendo poseída por otro hombre, pero me resultaba difícil pensar que mi amigo de la infancia fuera el caso. Una noche la soñé desnuda y eso despertó mi apetito, pues aún despierto imaginaba estar entre los brazos de ese torbellino y al pervertido de Nico espiándonos. Durante el día me atormentaban los remordimientos y era poco lo que mi novela avanzaba. Una mañana calurosa, cuando esperábamos al barco con las provisiones, Nico le sugirió que me llevara a conocer la poza que hay arroyo arriba, donde podríamos refrescarnos. Llegamos al paraje, nos sentamos sobre una roca -al costado del estanque-, se desnudó sin más preámbulo -dejando al descubierto la belleza de su cuerpo- y se arrojó al agua. Fueron tan solo unos segundos, pero su imagen quedó grabada en mi retina. A gritos y con señas me animaba a seguirla, pero libraba una lucha dentro de mí pues si bien había despertado una necesidad imperiosa por poseerla, sabía que lo que estaba a punto de ocurrir sería traicionar a Nico y por fuerza terminaríamos mal. Al ver mi indecisión salió por mí, sin preguntar siquiera me quitó la playera, no pude resistir al sentir el roce de sus manos frescas en mi espalda ardiente, acepté la invitación, nos zambullimos, la seguí en esos juegos que parecían inocentes, a pesar de estar cargados de erotismo; para colmo tuve la sensación de que alguien nos observaba entre la maleza, y aunque busqué con la mirada, entre los juncos, no descubrí a nadie.
Los paseos se repitieron, al principio era sólo el día en que llegaba el barco cuando Nico me obligaba a acompañarla a la poza; después, los paseos se multiplicaron. Buceábamos en los arrecifes de coral, pescábamos con arpón y explorábamos las cuevas que hay en la montaña de la isla. Al paso de las semanas fui ganando su confianza, conversábamos largamente; me contó las miserias de su infancia y el deseo de no volver a vivir esa experiencia. Sus confidencias aumentaron; supe que Nico le prohibía acercarse a los marinos del barco de las provisiones y del profundo afecto que debía sentir por mí, pues era el único hombre en quien confiaba; me platicó de lo aburrida que era la vida en la isla y su deseo de conocer otros lugares. Los días en que Nico daba mantenimiento a las lentes ella se perdía durante largas horas.
Una tarde bajó las escaleras precipitadamente, lucía furioso, yo escribía en la terraza para aprovechar el viento fresco. Una lancha con motor fuera de borda, dijo, ¿la oíste? Sin esperar respuesta entró a la casa, salió con un rifle, se internó en la floresta, yo quedé perturbado y aunque no era la primera vez que escuchaba el ruido preferí guardar silencio.
Esa noche subí con él al faro, vimos las farolas de los barcos surcando el mar y unas luces tenues que recorrían las aguas a gran velocidad. Son lanchas rápidas, comentó, las usan los narcos para el trasiego de la droga. Volteó a verme muy serio y dijo: me engaña, lo sé, estoy seguro; creo que es con el hijo del patrón del barco, debe venir a menudo en una lancha rápida. ¿No has notado nada extraño?, preguntó. No podría vivir sin ella, pero no soportaría la traición, ¿comprendes? Supuse que era una advertencia y aunque no había hecho nada de lo que pudiera arrepentirme, decidí adelantar mi salida.
El cuarto parecía horno, las sábanas estaban empapadas de sudor, los gemidos y los gritos parecían más fuertes que nunca, decidí salir a caminar, al llegar a la estancia vi que la puerta de su habitación estaba entreabierta. Ella lo montaba con inusitado vigor, a la luz del quinqué su piel brillaba por el sudor, su larga cabellera se agitaba como si fuera la crin al viento de una yegua; protegido por la oscuridad no pude dejar de verlos, su excitación me perturbaba; llegado el espasmo final ella ocultó su cabeza en el hombro de él, dejando ver el esplendor de sus caderas. Nico se durmió de inmediato, ella se levantó, vi la sombra de su pubis, su cintura breve, los senos erectos, el diminuto ombligo que adornaba como el botón de una flor su vientre. Se cubrió con una bata, tomó el quinqué, salió del cuarto, cerró la puerta, caminó hacia mí sin darle importancia al hecho de que los hubiera estado espiando; cogió mi mano, nos sentamos, en su cuello brillaba un collar de oro con esmeraldas incrustadas, debía ser antiguo y muy valioso. Ella se acercó para mostrármelo, nuestros cuerpos se rozaban, percibí su fresco aliento a yerbabuena. Me lo regaló, dijo, con la condición de que sólo lo use dentro de la casa, no quiere que nadie me vea con él, debe ser del tesoro español, seguro lo encontró y lo tiene oculto en algún lugar de la casa ¿te ha contado, sabes algo?
Me despedí de ambos, Nico lamentaba mi partida precipitada, ella lucía espectacular con una flor roja y un vestido blanco. No volví a verlos. Me enteré por los diarios, luego la policía vino a verme, accedí a visitar la isla como testigo y con el fin de ayudar en la investigación. La casa era un desastre, la mesa rota y los sillones volcados parecían testimoniar una pelea feroz. Las manchas oscuras en el suelo lo confirmaban. Las horadaciones en muros y piso daban cuenta de la frenética búsqueda. No hallaron cuerpo alguno ni rastros de ellos, mi única aportación fue un doblón español acuñado en el Siglo XVI y una marchita flor roja que descubrí entre las páginas de un libro que en mi prisa por partir dejé olvidado…
Ciudad de México, enero de 2024