Por: Alejandro Ordóñez

Viernes de Dolores, dos días antes del Domingo de Ramos
Oyó el ruido producido por las puertas del ascensor al abrir y cerrarse, así como el ronroneo del vetusto motor del montacargas al ponerse en marcha; calculó el momento en que el elevador se encontraría entre la planta baja y el primer piso. Bajó el interruptor que dejaba sin energía eléctrica a toda la casa, percibió el jalón de la cremallera al atorarse y el golpeteo de la cabina al detenerse abruptamente. Escuchó el claxon proveniente de la calle, apurándola a salir. Aguardó un largo minuto, esperando inútilmente captar algún ruido. Cargó su maleta, salió al jardín, el sol de la mañana le infundió nuevos ánimos.

Ocurrió cuatro años antes
La noticia dio la vuelta al mundo en cuestión de horas. El viejo Continente Asiático se declaraba en estado de emergencia, un par de días después una vetusta ciudad, luego otra y otras más se declararon en cuarentena, prohibiendo a sus habitantes salir de sus asentamientos. Pronto la Organización Mundial de la Salud salió a medios. La humanidad enfrentaba la peor crisis sanitaria de la que se tuviera memoria, era indispensable adoptar medidas preventivas. Europa cumplió las instrucciones, más tarde lo hicieron las Américas y el resto del mundo. Se hizo obligatorio el uso del cubrebocas, gafas y guantes; para colmo ordenaron el confinamiento, nadie debería salir de casa, a menos que fuera indispensable.
Pronto los hospitales superaron su capacidad de admisión, los enfermos se aglomeraban frente a las clínicas, con la esperanza fallida de ser admitidos. Poco después los servicios forenses, públicos y privados, entraron en crisis al no poder enterrar con rapidez a las personas que fallecían; inclusive, en las calles de algunas ciudades los cadáveres permanecieron varios días al aire libre, con los peligros que eso entrañaba.

La pareja de esta historia vivía en una casa rodeada de jardines, su máximo lujo excéntrico era un vetusto ascensor instalado hacía mucho tiempo, cuando la paralítica bisabuela no podía usar las escaleras y aunque la viejecita hubiera fallecido hacía largo rato, lo seguían utilizando por comodidad. Había transcurrido un año de crisis, la peste empezaba a ceder, más no se había ido. Una mañana ella se sintió extraña, al día siguiente ocurrió lo mismo con él. El diagnóstico médico fue implacable: ambos se habían contagiado. Pasado un mes parecieron reestablecerse, aunque no del todo pues él quedó con una preocupante afección cardíaca y ella empezó a comportarse de forma extraña, no comía, olvidaba las cosas y estaba hecha un mar de confusiones. Estudios fueron y vinieron. Neblina mental, concluyó el cuerpo médico. Era una secuela de la enfermedad y aunque en la mayoría de los casos el paciente recuperaba sus facultades cognitivas, ese proceso podía durar un par de años.
Incapaz de hacer frente a la situación, el hombre contrató los servicios de una joven enfermera para que la atendiera. Le asignó una habitación contigua a la de su esposa y descargó en ella las tareas que su cuidado requería. Desde el balcón de su recámara veía cómo la llevaba al jardín, apenas calentaba la mañana. Siempre fue su sitio favorito y no lo olvidó, ahí desayunaba y comía, aunque eso era un decir pues, como niña traviesa, iba guardando el alimento en una servilleta, resultaba difícil en extremo hacerla deglutir algunos bocados. Ahí mismo escuchaba a Beethoven, su compositor favorito y ahí también la enfermera le leía en voz alta la novela que ella escogiera.

Se convirtió en una niña que repetía las conductas de su infancia, y como fue la hija menor de su familia, era caprichosa y malcriada. Le dio por rechazar la ducha cotidiana, la enfermera la desnudaba y la metía al enorme jacuzzi. Alguna vez, por maldad, empezó a golpear el agua con las palmas de las manos; pronto empapó el uniforme de la enfermera, ésta, ante el riesgo de enfermarse se desnudó, mas como hacía frío decidió meterse al agua caliente. Humedeció la esponja y empezó a frotar el cuerpo de la paciente, llegó a las partes más íntimas; la mujer, que llevaba largos meses sin recibir cariño alguno, se estremeció, lanzó un gemido. La asistente, conocedora de su oficio, prosiguió cada vez más profundo; poco le importó a la enferma ver la esponja flotando en el agua, cerró los ojos y se dejó llevar por ese frenético vaivén que iba y venía sin descanso.

Semanas más tarde el marido, preocupado por la tardanza de las mujeres en el baño, decidió investigar si todo iba bien. La puerta estaba sin seguro. Entró. Se sorprendió al ver el espectáculo. Recostadas en la enorme tina, ambas mujeres se besaban y acariciaban. Descontrolado, sin saber qué hacer, quedó inmóvil, lo que no le impidió admirar el bello cuerpo de la joven. Impactado ante lo inusitado del espectáculo, decidió guardar silencio, como si no hubiera ocurrido nada. Ellas hicieron lo mismo. Una noche, cuando iba a su habitación, escuchó cuchicheos, gemidos, gritos ahogados que salían de la recámara de su esposa. Abrió la puerta sigilosamente, la pareja se amaba con tal intensidad que ni siquiera notó la presencia del intruso. Esa noche no durmió, se imaginaba entre los brazos y las piernas de esa diosa del amor; además, hacía tiempo no sabía lo que era un cariño; y menos, el sexo.

En otra ocasión fue él quien enfermó, era la media noche, un mal sueño lo hizo gritar, se abrió la puerta, entró la enfermera cubierta por un diminuto camisón que develaba su cuerpo. Tenía fiebre, la chica colocó el termómetro y mientras esperaba empezó a acariciarle el cabello de la nuca. Él sintió que una descarga eléctrica recorría su cuerpo. El muslo desnudo de la enfermera rozaba su mano, empezó a acariciar, a acariciar, a acariciar… y la madre natura hizo el resto. Por supuesto ella sólo lo visitaba un par de veces a la semana, pero como dijeran por ahí, la Magdalena no estaba para tafetanes, así que se conformaba con ello, aunque no dejaba de excitarse cuando al pasar frente a la habitación de su esposa escuchaba los cada vez más descarados gritos y gemidos. Estaba viviendo en el Edén, el Paraíso mismo, no se explicaba cómo había ocurrido ese súbito cambio en su existencia. Se preguntaba, aunque casi estaba seguro, si su esposa sabría lo que ocurría entre él y la chica; luego le dio por imaginar que estaba con ambas en la cama; había escuchado que una fantasía sexual recurrente entre los hombres era hacer el amor con dos mujeres. ¿Qué se sentiría estar besando a una mientras la otra lo acariciaba? Más de una vez estuvo tentado de meterse desnudo a la recámara de ella o a su baño.

Dicen que lo peor que le puede ocurrir a una persona mayor es enamorarse de alguien sensiblemente más joven. Amor otoñal, le llaman por ahí. El amante imagina fantasías y se deja convencer de la pasión de la pareja; de ahí al ridículo total sólo hay un paso. La joven lo fue llevando poco a poco, eres formidable, un campeón en la cama, no podría vivir sin ti; pero luego venía la contraparte. No puedo seguir así, imagínate, tú estás muy a gusto porque me tienes cada que quieres, me pregunto qué soy para ti, tu objeto sexual -me contestó-, me usas y me desechas cuando quieres, pero yo también tengo un hombre que me ama y quiere casarse conmigo. No sabes cómo me remuerde la conciencia cuando pienso que lo engaño, he estado tentada de contarle todo, si no lo he hecho es porque es muy celoso, sé que te buscaría, haría un escándalo y te mataría. El hombre temblaba al escucharla. Voy a renunciar, ve buscando alguien que me sustituya, no quiere que siga trabajando. Una noche cuando estaban desnudos en la cama, le dijo: tu mujer nos estorba, ¿no has pensado deshacerte de ella? No debe ser tan difícil y para como está, ni cuenta se daría. ¿Un veneno? Preguntó él. No seas tonto, nos descubriría la policía. ¿Aventándola por la escalera? Bueno, has de querer que me metan a la cárcel, si para eso estoy aquí, para cuidarla, nadie pensaría en un accidente. Ya sé, dijo él, te llevas un radio al baño, cuando esté en el jacuzzi te sales de la tina y le avientas el aparato conectado a la energía eléctrica, para que se electrocute. ¿Un aparato, mi rey? ¿pues en que mundo vives, hace lo menos medio siglo que no hay aparatos de radio. Reacciona, estamos en pleno siglo veintiuno. ¿Un celular en la tina? Tampoco, los cables del cargador son pequeños y si los uno a una extensión va a sospechar, tienes que ponerte listo, ser más creativo, más imaginativo. Y mientras buscaban un método seguro para realizar sus planes, no se dieron cuenta que la puerta de la recámara se abría ligeramente y a través de esa rendija se asomaba una silueta disimulada entre las sombras.

Tenían por costumbre dar vacaciones al personal doméstico, durante la semana santa. Para evitarles problemas con el transporte, se iban el jueves previo al viernes de Dolores y regresaban hasta el domingo de resurrección. Por supuesto él y su esposa aprovechaban las fechas y salían también a algún sitio turístico. Su mujer discurrió que le encantaría pasar la semana en la casa de Valle, donde pasó sus vacaciones infantiles y juveniles, por supuesto él no iría para dejarlo descansar de las molestias que su enfermedad le ocasionaba. Él estuvo de acuerdo con la cuñada cuando ésta insistió en llevarla a esa casa que tan lindos recuerdos les traía; si bien era improbable que pudiera esquiar, los paseos en el lago y en el bosque ayudarían a su recuperación. Cuando la enfermera lo supo, exigió al hombrecillo que la llevara de vacaciones a la Riviera Maya.

De vuelta al presente.
Llegó el viernes de Dolores, sin pedir ayuda, la esposa preparó su maleta, bajó con ella hasta el vestíbulo, oyó el claxon del auto de su hermana, y el ruido de la puerta de una recámara. Se escucharon rumores, palabras sueltas del esposo y la asistente, entraron al montacargas, sintió el ronroneo del viejo motor, cuando calculó que se encontraría entre los dos pisos, bajó el interruptor de la corriente eléctrica y salió de la casa. El viaje fue un éxito, apenas se vio en la calle, pareció recuperar de un golpe, la cordura. Ya en Valle no sólo esquió con la destreza acostumbrada, lució sus encantos y se mostró cautivadora cuando vio a los hijos de los vecinos; más feliz estuvo -todavía-, la noche en queolas invitaron a una fogata en el jardín de su casa, tocaron la guitarra, cantaron, bailaron, sería la media noche cuando uno de los vecinos la guio, tomada de la mano, a una recámara; buscó con la mirada a su hermana y no la encontró, supuso que se habría adelantado. Volvieron el domingo de resurrección, la hermana quiso despedirse en la calle, pero ella pidió que la acompañara al interior de la casa. En el hall, el piso estaba tapizado de correspondencia, subió el interruptor de la energía eléctrica, pasaron al interior. La hermana vomitó sin control, la esposa esbozó una sonrisa enigmática a pesar de la peste, del hedor insoportable que desprenden los cuerpos en descomposición.

Ciudad de México, enero de 2024