Por Mónica Teresa Müller
No es temprano para él. La oscuridad de las cuatro de la mañana o el sol sin restricciones de los mediodías, lo convencen, que soportar es la única manera de sobrevivir.
En el Aeropuerto de Barajas, es uno más, quizá es nadie. Pretende hacerse invisible. Su rostro oriental parece esculpido, no hay gestos que cambien el rictus.
Entre el aparente silencio no se oye su respiración.
Las pantallas de compra del local de hamburguesas, soportan manos diferentes que tildan los encargos.
El hombre camina con un bolso al hombro; el cuero muestra los tiempos de penurias, los roces que apagaron el color. El marrón es un vestigio del pasado que se tapa con la mugre.
El hombre camina en torno al lugar. Se acerca a los compradores y murmura; los labios apenas se mueven. Los ojos rasgados miran temerosos. Utiliza segundos en los instantes de acercamiento. Es tan tenue su voz, que es posible la confundan con suspiros.
La Terminal T4 cobija pasajeros que desean sentarse para beber un café y así acortar, saboreándolo, el tiempo de espera.
El hombre se acerca a cada cliente en el momento en el que les entregan el pedido y les balbucea. Parece ser invisible. Nadie lo ve. Nadie lo oye.
China lo desconoce, es uno que dejó todo y penetró en un mundo desconocido. Dejó parte de su vida, de su estirpe. Camina como si nada lo preocupara, como si fuera el único caminante del aeropuerto. Es respetuoso hasta de lo que cada cliente deja sin comer. Para China también es invisible aunque le es útil, pero él la visibiliza en sus sueños, en los instantes en los que zozobra la fortaleza y añora. A lo lejos, envueltos en una bruma de olvido, cree reconocer a una mujer que cobija a un niño entre sus brazos.
Sabe que es portador de un secreto, que es tan oculto, que vaga sin ruta entre sus pensamientos y se pierde con cada vuelo que parte. Sabe también que alguien se parará a pedir un menú. Lo espera desde hace días, quizá casi un mes. Siente que pierde el poder de la tranquilidad. En su cerebro giran un torbellino de letras, de números y signos que potencian su enfado y que los susurrará en el momento justo del día, del menú indicado y a quien lo pulse en la pantalla. Tiene que cumplir o el escarmiento hará estragos y la bruma continuará su derrotero, y desaparecerá el retorno de su estirpe.
No siente la dureza del piso que lo acuna durante instantes en los que guarda pensamientos y les otorga paz. Los sueños de libertad lo protegen y cubren de una coraza que debe y tiene que fortalecer, haciéndose resistente a la espera.
Los relojes marcan la mañana. El hombre se para junto a la pantalla que será hacedora de su libertad. Por unos instantes, el cansancio lo abruma. Su concentración decae. Una persona se para frente a la pizarra y marca el menú esperado. El hombre se acerca con cautela. Se da cuenta que es el día indicado y murmura las siglas reservadas. El enviado pulsa un botón de un aparato que lleva en su muñeca y parte apresurado por los corredores del Aeropuerto.
A lo lejos la bruma se disipa. Una mujer con un bebé en brazos se dirije al hombre. Sus rostros orientales parecen esculpidos.