Por: Mónica Teresa Müller
Miré y lo vi por primera vez. Había decidido dejar la reunión, pero su mirada me indicó que pedía: “no te vayas”, de modo que me quedé. No recuerdo cuántos temas hablamos, sin embargo, fue como estar sentada junto a un Bécquer siglo XXI. Me turbó desde la segunda palabra de su charla.
“¿Sabés?”, me dijo mientras sostenía mis manos entre las suyas y bajaba el tono de voz. Creí estar cercana al desmayo. Contuve el deseo de apoyarme contra su pecho y hacer que nuestros corazones latieran al unísono. ”No solemos reflexionar sobre lo que hacemos cada día, descubrir las causas por las que tomamos determinados caminos en nuestra vida”, continuó. Quise entenderlo, pero no podía pensar. “Te propongo que vayamos por la misma ruta, juntos tendremos la fortaleza suficiente para enfrentar, todo”.
Desde aquél encuentro, mi asombro se multiplicó. Permití que la situación continuara y que Federico manejara mis horas a su antojo, claro, yo quería que fuera así. No negaba que faltaba aclarar muchas cosas ya que él, poco me había contado de su vida cotidiana. Quizá me sirviera porque era una persona original y, que con ese atributo, disminuiría mis defectos.
“Mirá, Cholita, tengo que hacerte una confesión”. El mar protegió mi sorpresa, mientras mis labios degustaban la sal que el viento de la costa había depositado sobre ellos. “Estoy casado y vivo con mi mujer”. Y me apretujó. Me tragué la bronca y permití que me abrazara más fuerte.
Cuando regresamos a Buenos Aires, me sentí ansiosa. No sabía qué rumbo tomaría nuestra relación, pero sí, estaba segura de que no me imaginaba vivir sin Fede.
Nada es peor que la incertidumbre, al ignorar de qué manera podremos manejar nuestra vida cuando la dejamos en manos de otra persona. Yo había perdido el poder de decisión, indudablemente era su muñeca.
“No es obligación que aceptés…”, comenzó a decirme una tarde, “…tengo pensado presentarte a mi mujer”, concluyó. Sentí un miedo oscuro e irónico. Lo miré con suma atención porque vi una criatura desconocida que había salido de las entrañas de Fede. Ya sabía que me iba a convencer y así sucedió.
Laura me recibió con extrema amabilidad y demostró que yo le agradaba. No sé aún, hoy, cómo pude fingir ser una compañera de un curso al que asistía su esposo. A esa visita, le siguieron otras.
“Federico: ¿y si se entera de lo nuestro?”. Las pesadillas eran continuas. Había caído en sus garras y yo no tenía el poder de decidir, abandonar la mentira y blanquear la situación. “Y dale con eso ¿Me querés decir a dónde pretendés llegar arreglando las cosas?”. Su voz era firme y logró el efecto esperado en mí.
Los meses pasaron y nosotros continuamos con una relación amorosa para muchos y una amistad de curso compartido, para pocos.
Con Federico había programado hacer un viaje a Brasil. Él le diría a Laura que era por haber finalizado el curso y que iría todo el grupo. Yo sabía que Fede debía arreglar algunos trámites que le habían encomendado en el trabajo. Por eso, no me extrañó su ausencia de varios días, pero lo incierto era que no llamaba. No solía hacerlo, opté llamar a la casa para preguntarle a Laura.
“Hola, Lau, ¿cómo estás?”, inicié la conversación. Del otro lado, Laura contestó: “Hola, querida, ¿llamás para el blanqueo?”. Quedé helada. “No, Laura, no sé a qué te referís ¿sabés algo de Fede?”. “Está aquí, en la urnita. Si querés podes quedartelo para siempre”.